Decía Proust de las amistades entre escritores que un hambriento no tenía nada que ofrecerle a otro hambriento (cito de mala memoria, porque no he conseguido encontrar el pasaje de nuevo). Pensaba en esto hace unos días, a causa de una amiga que se niega a leer nada de lo que escribo, a pesar de mis tímidas pero repetidas invitaciones y de que ella misma ha hecho modestas apariciones en varios de mis textos. Me cuesta, supongo que como a todos, mendigar una lectura, demostrar que estoy necesitado de miradas, y sufro por ello doblemente cualquier rechazo. Debo admitir que, a mi círculo menos íntimo, solo le mencioné esta serie de artículos cuando alcancé un cierto número de subscriptores que me sirvieran de escudo, como si les dijera: “¿Queréis donarme un poco de vuestro tiempo? ¡Pero no os vayáis a pensar que me hace falta vuestra atención, me sobran ojos!”
Este es el hambre al que se refiere Proust, y lo que yo me andaba preguntando es en qué puede consistir una amistad que me niega su alimento, su mirada. ¿No será más amiga mía una persona desconocida que me lee con asiduidad?
A primera vista esta idea puede parecer ridícula, pero las relaciones que mantenemos con los demás son siempre parciales y se basan en la idea que nos hacemos de ellos. En este sentido, ¿no me conocen mejor, y se encuentran por tanto en una posición más favorable para apreciar (o despreciar) mi valor, aquellas personas que han seguido el hilo de los pensamientos que me ocupan la mayor parte del tiempo que aquellas con las que mantengo conversaciones triviales a diario? Mis compañeros de trabajo, con quienes hablo durante cuarenta horas por semana de procesos bancarios, ¿pueden acaso convertirse en mis amigos sobre un fundamento tan endeble, por mucho que nos apreciemos en el día a día? Me ha sucedido en varias ocasiones que he tratado de trasladar una “amistad” laboral al terreno personal solo para acabar provocando una tarde incómoda, sin nada de lo que hablar (ni siquiera con la ayuda de cervezas) que no fuera el trabajo.
Cuánto nos conozca una persona parece ser un factor clave, porque si alguien nos aprecia a causa de un malentendido o por una virtud real pero que a nosotros nos da lo mismo, su apreciación no nos servirá de nada.
Ahora bien, ¿quiénes somos? Si apenas nos conocemos a nosotros mismos, ¿cómo juzgar quién nos conoce y quién no? Esa amiga que se niega a leerme podría decir, quizás con justicia: “No, no me interesa esa personalidad que andas vendiendo en tus textos: yo te conozco desde que eras un crío y sé quién eres de verdad”. Cuando, hace unos años, comencé a escribir historias más personales, que encontraron una acogida más calurosa que todo lo que había escrito hasta entonces entre la mayoría de mis lectores, los únicos que opusieron resistencias y objeciones fueron todos personas que me conocían desde hacía décadas. Una señal, quizás, de que se negaban a modificar ciertas ideas que se habían formado sobre mí y que creían imperecederas.
Mi amiga Irene ha editado recientemente un volumen colectivo de ensayos titulado Tiempo de amistad: Representaciones de su práctica en el cine español contemporáneo (2000-2022), que gira en torno a la idea de que la amistad es una ocasión de resistencia a los procesos de comodificación capitalista: inmersos en un sistema que busca sacar un rendimiento económico de todos y cada uno de los comportamientos y necesidades del ser humano, desde la alimentación o la vivienda a la salud, la educación, el sexo e incluso la muerte –la amistad gratuita, el intercambio no interesado de ayudas, servicios y emociones entre personas sin una vinculación familiar se convierte en un acto revolucionario.
Por supuesto, el sistema no deja por ello de asediarla: ¿qué otra cosa son la redes sociales, esta incluida, que un intento enormemente exitoso de comercializar la amistad? Independientemente, sin embargo, de que se hayan introducido intermediarios, las partes principales de la relación, los amigos mismos, siguen sin cobrarse los unos a los otros, es decir, continúan resistiendo. El libro de Irene se centra en el cine para evitar definiciones cerradas, de ánimo universal, sobre qué pueda ser o no la amistad, y cederle la palabra en cambio a representaciones prácticas, generativas, que abran nuevas posibilidades, nuevos espacios de convivencia más allá del mercado.
Lo cual no significa (y creo que quizás aquí Irene no esté de acuerdo conmigo) que la amistad no sea transaccional, como señalara Proust. Otra cosa es que lo que transaccionamos no sean bienes de mercado, sino bienes absolutos. Yo los llamo “valores transaccionales no mediados”, como opuestos a los “valores transaccionales mediados” (mediados por objetos o dinero) y los “valores no transaccionales” (esos valores quizás onanistas que nos podemos otorgar a nosotros mismos, como el placer que yo derivo de encontrar las palabras adecuadas a mi pensamiento cuando escribo).
Es decir, la amistad sí consiste en dar y tomar algo, solo que lo que se da y se toma es inmaterial, es valor puro, como lo que se da y se toma en el amor, ese primo a veces lejano y a veces carnal de la amistad. Lo que nos damos es el reconocimiento de la identidad que andamos buscando. Esto puede suceder de un modo superficial, implícito, a través de la mera profesión de afecto: por ejemplo, el tener una amiga inteligente y creativa, independientemente de sus opiniones concretas sobre mí, me otorga ya valor, porque me coloca en la vecindad del tipo de personas a las que quiero pertenecer; su aceptación me basta. Pero puede también volverse concreta y explícita y calar más hondo: si esta amiga que me profesa su amistad reconoce además en mí el tipo de características a las que yo aspiro, es decir, si me reconoce los valores que valoro, la inyección de valor va entonces directa a la vena y corre el riesgo de transformarse en enamoramiento.
Regresando a la amiga que no me lee, que declara su amistad pero me niega el reconocimiento que más me importa. Decía antes que la amistad requiere conocimiento, pero que este conocimiento es problemático porque no está claro que nosotros mismos sepamos quiénes somos. Este problema radica en la naturaleza performática de la identidad, es decir, en que no somos substancias sino procesos, no cosas estáticas y definitivas, sino intentos diarios de encarnar las identidades a las que aspiramos. Estamos siempre en proyecto, y el modo en que averiguamos si vamos o no en la dirección adecuada es la mirada de los demás. Cuando esta amiga se niega a mirar en la dirección que yo le señalo, está negándose a revisar sus ideas sobre quién soy, algo muy comprensible si encontraba nuestra relación anterior suficientemente satisfactoria. Por lo que a mí respecta, sin embargo, su rechazo establece una distancia, se pierden grados de amistad.
¿Es más amiga mía una persona desconocida que sí accede a leerme? No, porque si no sé quién es, no sé si quiero encontrarme en su vecindario: quizás, de conocerla, decidiría que prefiero que no me lea (hay un cierto placer perverso en ver que algunos lectores cancelan su subscripción cada semana, es decir, que mis textos van produciendo un proceso de depuración). Pero es verdad también que una persona que no me lee, es decir, que no sabe quién estoy intentando ser, se encuentra por ello a una distancia nada trivial de mí.
Notas y erudiciones prescindibles (Name dropping)
Para Freud, la amistad es, cómo no, una sublimación del deseo sexual. Una amistad entre heterosexuales del mismo género, por ejemplo, supondría para él un deseo reprimido.
Yo creo con Butler que la sexualidad forma parte de una identidad construida y performática (no por ello elegida). La amistad entre heterosexuales puede darse (y generalmente se da) porque el tipo de valoración que se profesan no es explícita ni está dirigida a características concretas, sino que resulta de la simple vecindad, del reconocimiento genérico entre personas con valores afines.
Ahora bien, supongamos que dos hombres heterosexuales se admiran de un modo explícito por aquellas características que cada receptor considera más valiosas: aquí puede darse una “represión”, es decir, un conflicto de valores, que consiste en que el tipo de persona que han aprendido a querer ser no incluye la homosexualidad.
No me gusta la palabra “represión” porque lleva implícita toda la ontología mental freudiana: un agente represor, un agente que desea, etc. Lo que tenemos en cambio es una multiplicidad de deseos (valores) en liza con distintos grados de preferencia, todos ellos aprendidos, que se resuelven en el ser concreto que realizamos cada día.
Para Hegel, lo que se da al nivel más básico de las relaciones interpersonales es la lucha por el reconocimiento. El reconocimiento en Hegel es abstracto, genérico. Yo creo que perseguimos un reconocimiento específico, individual e irrepetible: no queremos ser reconocidos sin más, sino ser reconocidos como la persona concreta que estamos tratando de ser en base a los valores que hemos adquirido a lo largo de la vida.
Y que, por cierto, continuamos adquiriendo: porque cada “lucha”, cada interacción, pasa a retroalimentar estos valores y el ideal que tratamos de construir. Toda interacción nos modifica, aunque evidentemente somos más susceptibles cuanto más jóvenes, y más estables cuanto más viejos.
Esta idea que deslizas en Amistades —la de quienes se acercan a uno por lo que piensa, por cómo piensa, por lo que formula y nombra— tiene una carga enorme y poderosa. Porque es una forma de vínculo que no pasa por el cuerpo, la necesidad o la simpatía inmediata, sino por algo mucho más profundo: el reconocimiento intelectual-emocional, la afinidad electiva del pensamiento.
Y al mismo tiempo, es una forma de exposición brutal: cuando alguien se acerca por tu mente, se acerca a lo más esencial. No por lo que tienes, ni por lo que das, ni por tu aspecto, sino por cómo percibes el mundo y lo traduces en palabras.
Me ha encantado y tocado. Gracias por escribirlo.