6. Estéticas, o por qué no existe un yo auténtico y otros falsos
La autenticidad no es nada más que la persistencia en el tiempo, no una esencia que necesite ser revelada o desarrollada
Durante la pandemia, cuando a Molly le dio por hacer pan, yo me dediqué a cultivar hongos psicoactivos. Acabábamos de comprar una casa, es decir, de meternos en una hipoteca, y yo creo que, pasados los cuarenta, cada vez más atrapado en una vida y un aspecto de «señor de mediana edad», necesitaba algo que me hiciera sentir un poco juvenil y rebelde. Y, efectivamente, esterilizando las bases de nutrientes en la olla exprés, inyectándolas con esporas en guantes quirúrgicos y mascarilla para evitar la contaminación, o después, observando a diario el crecimiento del micelio en el armario más oscuro, húmedo y caluroso de mi ático, me sentí un poco científico y un poco criminal, en cualquier caso muy satisfecho de mí mismo.
Pensé en esto la semana pasada cuando, en una de mis largas videollamadas con mi hermano, me encontré con que se había vuelto a poner el pendiente que solía llevar años atrás. Le quedaba muy bien, le daba un aspecto juvenil, fresco, pero él, consciente del tipo de lectura que iba a hacer yo (y de la cual son la prueba estas líneas) se apresuró a restarle importancia: claro que no estaba intentando recuperar su juventud con un pendiente, eso sería ridículo, ni se trataba tampoco, a sus treinta y ocho años, con dos hijos y una empresa que no deja de crecer en volumen y complejidad, de una declaración inane de rebeldía (de rebeldía… ¿contra quién?). Pero entonces, ¿qué estaba intentando hacer?
La conversación derivó en una enumeración de gestos vacíos: la estética punk de tanto niño de papá o, al contrario, los movimientos de adaptación al sistema (la «traición a sí mismos») de todos esos veinteañeros que se habían declarado indomables en la adolescencia y que, a la hora de entrar en el mercado laboral, deciden esconder sus tatús o quitarse pendientes, barbas y melenas.
En todos estos casos, tanto cuando juzgamos a otras personas como cuando nos juzgamos a nosotros mismos, entendemos que hay un yo verdadero, inmutable, «interior», y otro (u otros) falso, variable y «exterior». El rostro y la máscara, la realidad y el disfraz. Este es el modo en que resolvemos datos contradictorios: no puede ser que una persona sea al mismo tiempo anti-capitalista y empleada de banca, así que una de esas dos realidades debe ser mentira. Se trata de una explicación sencilla con enormes ventajas cognitivas, porque si descubro tu «yo verdadero», sabré cuál de tus múltiples comportamientos es más probable que persista en el tiempo, es decir, podré predecir tus reacciones con más facilidad.
Aun así, a pesar de su conveniencia y sencillez, yo creo que se trata también de una hipótesis errónea y generalmente injusta, y que la acertada, además de proyecciones más precisas, nos brinda una generosidad mayor tanto hacia otros como hacia nosotros mismos.
Yo sostengo que no somos una combinación de interior y exterior, sino un sistema amplísimo de ideales o valores del cual emerge nuestro comportamiento total. Cada uno de estos valores posee un peso (unas cosas nos importan más que otras), es decir, una ubicación con respecto al resto del sistema, que cambia a lo largo del tiempo según las reacciones que provoca en el mundo que nos rodea.
Por ejemplo, si yo hubiera crecido en un entorno donde se valoraba la independencia de espíritu, es posible que hubiera descubierto que podía demostrarla con ciertas decisiones estéticas. Quizás habría visto que mis compañeros más rebeldes se ponían pendiente (era el caso a comienzos de los 90), así que habría probado a ponérmelo yo también. Y si la respuesta del mundo (de mis amigos, de las chicas que me interesaban, quizás incluso la de algunos familiares) hubiera sido positiva, el pendiente habría pasado a formar parte de mi estética personal. En principio, y en ausencia de otros conflictos, con el paso de los años todos acabaríamos por considerarlo parte de mi «verdadero yo».
Pero supongamos que, un tiempo más tarde, mi pendiente pasa a despertar reacciones negativas. Quizás acabo en una universidad católica donde mi estética me sitúa en un grupo al que no quiero pertenecer, o quizás alguien lo comenta en una entrevista de trabajo. El pendiente me produce ahora sentimientos encontrados. Lo reivindico aún como propio («este soy yo», me digo en el espejo), pero sé que provoca un malentendido ante profesores o departamentos de recursos humanos, que me identifican por él como alguien que no quiero ser: no una persona independiente, sino una inmadura que necesita imponer a gritos su identidad. Un día me digo: «Para qué voy a complicarme la vida por una tontería así. Me lo quito y basta, ser adulto consiste en el realismo y el compromiso». Aun así, no puedo evitar la sensación culpable (reforzada por los comentarios irónicos de mis amigos) de haberme traicionado un poco a mí mismo. Nuevamente, con el tiempo esta sensación desaparece: pasados unos meses, no dejo de sentirme menos «yo» por no llevar pendiente.
¿Qué ha sucedido aquí? Que un valor (el de la autonomía o la rebeldía) que aprendí de la mirada aprobativa de otros (padres, amigos, parejas, películas o libros) se ha encontrado con miradas de(s)preciativas que lo han devaluado, al tiempo que se apreciaba otro valor (el del «ser adulto» o «realista»). ¿Quién soy yo realmente? Hoy, ahora, esa combinación de ambos de la que emerge mi comportamiento. Sí, soy alguien que valora la independencia y la autonomía y las estéticas que las demuestran, pero también alguien que valora el compromiso y el sentirse adulto y que no presta mucha atención a algo tan «irrelevante» como un pendiente.
Si no hay un yo verdadero y uno falso, tampoco podemos engañarnos a nosotros mismos ni engañar a los demás. Somos siempre superficie, rostro, efectos. Algunos de nuestros valores duran poco tiempo, porque no encajan bien con el resto o no encuentran un eco en nuestro entorno. Otros duran para siempre. Pero ninguno de ellos es menos verdadero que los demás, a menos que definamos la verdad como duración (y quizás no sea la peor definición disponible).
Mi afición por el cultivo de hongos psicotrópicos duró exactamente un verano. ¿Quién soy yo, un hombre de mediana edad que trabaja en banca y tiene una hipoteca o un tipo atrevido, juvenil y un poco criminal? Todo en diferentes medidas: empleado de banca cuarenta horas a la semana, Walter White durante tres meses del 2020 (o cada vez que tengo la oportunidad de mencionarlo). Si alguien quiere predecir qué es lo que estaré haciendo a esta misma hora dentro de un año, apostará sin duda a que puede encontrarme en la oficina, pero debe al menos contemplar la posibilidad (mínima pero innegable) de que me encuentre en mi sótano, con guantes quirúrgicos y mascarilla, inyectando esporas en una base de nutrientes previamente esterilizada en la olla exprés.
Erudiciones prescindibles
Si finalmente nos libramos de la metafísica, es decir, de la idea de que existen anclajes para el conocimiento o el mundo, de que existen verdades eternas, todavía necesitamos navegar el concepto diario de «la verdad». ¿Pero cómo?
Derrida ofrece la solución de Levi-Strauss: el bricolaje, es decir, el uso de la tradición conceptual de cada uno como herramienta de usar y tirar. Pero evidentemente, no todas las herramientas valen lo mismo, y es en su diferenciación donde necesitamos usar el concepto de «verdad». La serpiente se muerde aquí la cola.
La duración no es la esencia de la verdad, sino el síntoma de un sistema estable, que no eterno. Sin metafísica, la verdad es siempre provisional, pero con grados variables de provisionalidad que se sustentan NO en el bricolaje de Derrida/Strauss, sino en su ubicación en el entramado estructural de la red del ser. Una red sin centro que se halla siempre en movimiento.