9. Héroes, o el homicidio como construcción de identidad
De las causas revolucionarias a la represión y el fascismo, toda acción política deriva de la construcción de una identidad individual que a su vez procede de las identidades colectivo-políticas
Germán se suele burlar de la predictibilidad de mis lecturas, de esta necesidad mía de consumir solo nombres consagrados, de mi sumisión al beneplácito del muy sospechoso canon establecido. «Ah, vos necesitás que te bendigan los libros los señorones del Nobel o de las academias», me decía cuando nos conocimos, hace más de quince años. Él mismo quisiera apostar por el azar, dejar que el hilo de sus lecturas lo lleve a lugares insospechados y cree conexiones imprevistas (aunque casi siempre que menciono un clásico, lo ha leído, así que sus lecturas no pueden ser tan aleatorias: las páginas de los no-consagrados llenan océanos, muy raro sería que hubiera dado, de azar en azar, con un solo islote de referencia; eso sí, cuando no ha leído algo, infla el pecho y se reafirma con orgullo. «¿El ser y el tiempo? ¡No!», dice rotundo: «¡Ni pienso!»).
Así que cuando este fin de semana pasado me topé en una calle de Puerto Rico, en una suerte de biblioteca al aire libre, con un libro aleatorio que despertó mi interés, lo primero que hice fue sacarle una foto y mandársela a Germán. Como para decirle, en un tono muy poco convincente: «¡Yo también puedo ser espontáneo!».
Molly y yo nos encontrábamos en San Juan visitando a Nuria, la autoproclamada portavoz de Juan Ramón Jiménez en la Tierra (papisa ramoniana, intercede pro nobis), que se encuentra allí a su vez trabajando en el archivo del maestro durante unos meses con una de esas becas Fulbright que Trump acaba de cancelar. Estábamos paseando por la calle Loiza cuando Nuria nos señaló una colección de cajas de frutas colocadas las unas sobre las otras formando estantes y repletas de libros. «Por desgracia no hay nada interesante», nos advirtió, pero nos paramos a echar una ojeada de todos modos. Ella misma se fijó en un volumen titulado La práctica forense puertorriqueña (¿son distintos los cadáveres del Caribe?), pero mis ojos, entrenados durante años en la biblioteca de mi padre, se fueron solos hacia un librito de tapas negras de la editorial Fundamentos, de Madrid: sin imagen de portada, con el título (Los procesos políticos: de la cárcel a la amnistía) subrayado y en fuente Courier en imitación de un informe mecanografiado, todo en el diseño indicaba años 70 u 80 y mucha seriedad. Una primera ojeada me dio la impresión de que se trataba de una polémica en defensa de la amnistía general (la fecha exacta de publicación era 1977, la amnistía final del gobierno de Suárez es de octubre de ese mismo año), y una búsqueda rápida en internet reveló que el autor, un tal Miguel Castells, había sido jurista, senador por Herri Batasuna y uno de los procesados por cantarle el Eusko Gudariak a Juan Carlos I en 1981 en los llamados «incidentes de la Casa de Juntas de Guernica». «Es que tienes un imán», se rio Nuria.
Lo que me atraía de aquel librito era su aspecto de cápsula del tiempo, de acceso a un momento y lugar específicos y familiares. Yo nací en el 78, un año después de su publicación, no muy lejos de donde había sido escrito, y muchos de mis primeros recuerdos tienen ese mismo aspecto de hojas amarillentas y textos mecanografiados, y la estética, si bien no mucho de la substancia, del compromiso político.
Lo devoré en las cinco horas del vuelo de regreso al invierno de Minneapolis (despegamos en Technicolor, aterrizamos en blanco y negro) mientras iba deshaciéndose en hojas sueltas entre mis manos. Y por cierto, que tuve que cortar con los dedos, obteniendo los pésimos resultados habituales, una porción de páginas: aquel volumen había recorrido medio planeta y había esperado casi 50 años para ser finalmente leído.
Contenía una colección algo deslavazada de artículos, entrevistas y documentos unidos por el tema general de la justicia penal política, aunque todos ellos apuntaban al argumento a favor de la amnistía general. En el momento de su publicación se habían dado ya dos amnistías parciales que habían dejado a unos 250 presos de ETA y el GRAPO en prisión. Tenía el aspecto de una obra tópica, de urgencia, compilada a partir de los papeles del autor para llenar páginas que poder dar lo antes posible a la imprenta para que surtieran el efecto que pudieran surtir en medio de un proceso en marcha, de una causa aún en movimiento. Esto, que en su momento le habría restado valor, lo volvía para mí, medio siglo después, mucho más interesante de lo que habría sido un texto acabado con aspiraciones de eternidad. Sobrevolando el recién renombrado Golfo de América, tenía la sensación (que por cierto, rara vez se da con la novela histórica) de haber obtenido un acceso directo a un tiempo pasado.
La primera sección se componía de una serie de testimonios, entrevistas y cartas de presidiarios de ETA (probablemente clientes defendidos por Castells mismo), todas ellas precedidas por una pequeña introducción biográfica. Algunos hablaban como dirigentes, otros sonaban claramente a miembros de base, aunque era difícil deducirlo de la introducción, donde no se mencionaba en ningún momento la causa de su arresto.
Uno de estos documentos era la carta que le escribió Iñaki Sarasqueta, un eibarrés de 19 años, a su madre el 28 de junio de 1968 desde la cárcel de Martutene, en San Sebastián, horas antes de enterarse de que había sido condenado a muerte por un consejo de guerra sumarísimo. Creo que merece la pena reproducirla en su totalidad:
Son las cuatro y media de la tarde y todavía no ha venido el juez a decirme a qué he sido condenado. Tengo menos esperanzas que en el juicio anterior. Esta vez no me agradó nada ni lo que oí ni lo que vi. Claro que cuando recibáis la carta ya se habrá decidido todo y estaremos o más tranquilos o muy apurados. Dios quiera que nos toque lo menos malo. Los estados de ánimo que paso en estos largos días son de todos los colores: hay momento aburridos, tristes y de mal humor, pero con la lectura y la meditación consigo levantar el ánimo. De lo que estoy muy contento es de que haya habido tanta gente que se ha movido de un lado para otro, que nos ha ayudado como ha podido y que, verdaderamente, ha puesto interés en el asunto. ¡Ya veo que, cuando salga, me voy a pasar dos años visitando gente y dando gracias! Siento unos deseos extraordinarios de vivir y tener libertad, pero si acaso ha llegado mi hora suprema, bienvenida sea. Espero que, de lo bueno que haya hecho, tome alguien ejemplo: y de lo malo, creo que hay tan poco… Pienso ahora qué ha sido de mi vida y no la encuentro ni vacía ni mal empleada. He cometido, sí, equivocaciones, pero creo que, aparte de los errores causados por mi carácter, la flecha de mi espíritu iba bien apuntada. Pienso que estos días se habrá hablado mucho de mí, y que para alguien seré un héroe o un mártir, y para otros, un joven loco y asesino. Y, sin embargo, no creo que soy ni héroe, ni loco, ni mártir, ni asesino. Simplemente fui consecuente con las ideas que siempre he tenido. Todo el mundo, policía o pueblo, políticos u organizaciones, piensan que soy un tipo fuera de serie. Unos quieren terminar conmigo, mientras que otros desean salvarme. Yo, para mí, pienso que no merezco tanta atención por parte de nadie. Si salgo vivo, solo deseo vivir para ayudar, mejor de lo que he podido hasta ahora, a todos los que me necesitan. Y si me ha de ser prohibido el querer a esta noble tierra, os ruego que me llevéis junto al aitona, a Oiarzun, una flores rojas y blancas de vez en cuando, como recuerdo de todos los que me habéis querido. Ponedme una placa en la tumba, que diga: IÑAKI SARASQUETA IBÁÑEZ, oiatzuarra y eibarrés. Ni más ni menos, tal como lo escribo.
Aunque la introducción a esta carta omitía, como todas las demás, los detalles del caso, yo a este sí que lo conocía, porque he escrito sobre él en Mundo Mediante, mi próximo libro. Sarasketa era, junto a Txabi Etxebarrieta, al autor del asesinato de José Antonio Pardines Arcay, la primera víctima mortal de ETA. Ese consejo de guerra sumarísimo que he mencionado antes fue el primero celebrado en España desde la Guerra Civil.
Sarasketa y Etxebarrieta no tenían el objetivo de matar a Pardines: apuntaban mucho más alto, a Melitón Manzanas, inspector-jefe de la Brigada Político-Social de Guipúzcoa y antiguo colaborador de la Gestapo. Pero Pardines, un guardia civil de un pueblo pesquero de Galicia de 25 años, los detuvo en un control de tráfico rutinario. Etxebarrieta supo que se iba a dar cuenta de que la matrícula no coincidía con los números del bastidor (se trataba de un coche robado) y, según el testimonio de Sarasqueta, se le aproximó por la espalda y le descerrajó cinco tiros. Según el informe del sumario, sin embargo, dos de los casquillos encontrados pertenecían al arma de Iñaki.
«Y de lo malo, creo que hay tan poco…», dirá en la carta a su madre. ¿Es la muerte de Pardines una de las «equivocaciones» que menciona dos líneas después? No digo esto para enjuiciarlo, porque un juicio de ese tipo requeriría que me posicionara en el absolutismo moral, en una localización inexpugnable desde la que repartir premios y castigos, y la tesis central de estas notas es que no existen nada más que ubicaciones, aunque, eso sí, en movimiento (es decir, con sentido, con dirección, y sujetas a mecanismos inteligibles: no se trata de simple relativismo). Si menciono esas alusiones a su propia corrección moral es porque creo que abren una puerta a una compresión parcial, pero significativa, de la ubicación que ocupaba Sarasqueta en aquella celda de Martutene, y porque comprenderlo a él ayuda a comprender también los movimientos de los cuales participaba y de los que, en mayor o menor medida, en alineación u oposición, participamos todos aún.
«Mi vida no ha estado vacía», dice, y también: «la flecha de mi espíritu iba bien apuntada». El resto de la carta consiste en un intento de ubicarse en medio de las opiniones de los demás: ¿héroe o asesino? ¿Mártir o loco? Ni lo uno ni lo otro, afirma: «Yo, para mí, pienso que no merezco tanta atención por parte de nadie…»
He dicho ya que creo que a las personas hay que tomárselas con absoluta literalidad, que somos solo superficie y que debemos por tanto creernos lo que se nos cuenta al pie de la letra. Y efectivamente, Iñaki no se presenta en estas líneas como un mártir ni como un asesino, pero tampoco como una persona que desearía no haber recibido ninguna atención. Lo que pinta aquí es el cuadro completo.
Imagínese el lector una de esas escenas barrocas repletas de personajes («¡Ya veo que, cuando salga, me voy a pasar dos años visitando gente y dando gracias!»): en el centro, Iñaki, escribiendo su carta en una celda con gesto de austera humildad; a la izquierda, apasionados y enfurecidos, condenatorios, con índices alzados y rostros gesticulantes, guardia civiles y jueces y gerifaltes del Régimen; a la derecha, en actitudes nobles y gallardas, el pueblo: quizás alguna hermosa muchacha deshecha en lágrimas, sin duda algún joven arrebatado con el pecho henchido y otro, más cauto pero más determinado, pensativo en una esquina, «tomando ejemplo».
Iñaki no es el humilde gudari del centro de la escena, pero tampoco es la persona que denuncian sus enemigos (el asesino), ni la persona que defienden sus partidarios (el héroe): Iñaki es el pintor del cuadro; es decir, el intento de encarnarlo, la totalidad de su expresión (uno de cuyos actos más dramáticos toma la forma del asesinato de Pardines). Sarasqueta «miente» cuando dice que no cree que merezca tanta atención, aunque dice la «verdad» en el sentido de que esa «mentira» contribuye a pintar la imagen fidedigna y completa de sus aspiraciones. La diferencia es sutil, pero crucial.
La conclusión de la carta produce sonrojo: en ella, Sarasqueta se entrega a una fantasía mórbida de adolescente ensimismado, describiendo (imaginando) su propia tumba y a los visitantes compungidos que irán a rendirle homenaje y ante quienes, desde el epitafio, él seguirá representando el papel del mártir humilde.
En una entrevista de 1998 (su pena de muerte fue conmutada por Franco a una cadena perpetua y salió de la cárcel en el 78 con la amnistía de Suárez), desencantado de ETA desde el atentado de la cafetería Rolando, se justificará: «Sabíamos que nos gustaba el Che Guevara y Cuba, y poco más...» El Che había sido ejecutado extrajudicialmente en Bolivia en octubre del año anterior, nueve meses antes de que Sarasqueta escribiera esta carta. Poco antes, también el Che había escrito cartas de despedida: a sus hijos, a Fidel, a sus padres. En la que dedicó a sus padres, se encuentra esta frase que ha sido reproducida después en miles de citas, posters y camisetas: «En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ese, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo, y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas». Dice Sarasqueta: «Si acaso ha llegado mi hora suprema, bienvenida sea». Y también: «Espero que, de lo bueno que haya hecho, tome alguien ejemplo». Su fuente de inspiración es evidente.
Una forma miope de interpretar lo que estoy planteando aquí es que no existen los ideales ni las causas, ni por tanto la historia, sino solo el narcisismo, las aspiraciones individuales a identidades prestadas. Pero esto no es lo que estoy diciendo en absoluto. Lo que estoy diciendo es que los ideales, las causas y la historia solo existen a través de las personas individuales que aspiran a una u otra identidad, y que es posible trazar las genealogías de los valores que determinan cada aspiración. No admiramos nunca la adecuación o justicia de una idea, sino la inteligencia de quien la formula o la valentía de quien la defiende.
El Sarasqueta fondón, cuarentón y decepcionado de 1998 dirá: «nos gustaba el Che Guevara». ¿Pero de dónde procedía ese «gustar»? ¿Qué convertía a Guevara en un valor digno de imitación –hasta el extremo del asesinato y de la propia muerte? Si seguimos el hilo de este ideal, siempre de persona en persona, de Iñaqui a sus padres y hermanos y amigos, sin dar nunca el salto a las superestructuras, sin destinos históricos ni entelequias morales, nos encontramos con que los valores, las cantidades numéricas puras de prioridad o importancia que le otorga cada cual a cada comportamiento, se suman y se transmiten generando las corrientes generales, líquidas, que constituyen la realidad histórica: del entorno familiar al local, de este al regional o nacional o global, y a todos los niveles intermedios.
El esbozo de esas corrientes desborda los límites de esta entrada: supone, de hecho, el objetivo del conjunto de estos artículos, así como del resto de mis libros y proyectos. Pero parte de ellas se revela en cada trazo de cada historia individual.
Por ejemplo, esa admiración de Sarasqueta por el Che, que no habíamos anticipado, pero que tampoco nos sorprende. ¿Por qué «encaja» tan bien? ¿Por qué nos resulta inteligible? Porque algo participamos todavía de ella, porque nos podemos imaginar lo que suponía crecer en los 60, en los ecos de la Revolución Cubana, en la apertura del espacio político a la posibilidad revolucionaria en la atmósfera sofocante y enclaustrada de la España de la Dictadura. Iñaki dice en su entrevista del 98 que trató de persuadir a Etxebarrieta, que sugirió que desarmaran a Pardines y lo dejaran con vida, pero que Etxebarrieta iba puesto de centraminas y no le escuchó. Pero Etxabarrieta, como él mismo, «iba puesto» de muchas cosas más: de las identidades encontradas de sus clases y sus pueblos, de las aspiraciones de sus padres, de sus ídolos y sus gestas, todo lo cual se condensaba en sus identidades individuales, enfrentándolos a aquel contra quien se definían: Etxabarrieta, ingeniero vasco de informática, mata a Pardines, guardia civil con acento gallego; el futuro soñado frente al pasado aborrecido; la modernidad, la apertura y la revolución frente a la tradición, la jerarquía y el uniforme. No es que Iñaki, Txabi y José Antonio fueran símbolos ni representantes de los poderes históricos en liza, sino que los poderes históricos se construían a partir de Iñakis, Txabis y José Antonios.
* * *
Creo que es muy interesante, al hilo de todo esto, cómo el resto del libro descompone algunas realidades supuestamente simples, autosuficientes y substanciales, en redes de relaciones y movimientos. Por ejemplo, cuando habla del proceso penal y de las estrategias que puede seguir un abogado para defender a un preso político, Castells muestra el modo en que lo que sucede dentro del juicio se encuentra condicionado por todo lo que sucede fuera de él. O cuando habla de la amnistía, un fenómeno que suele presentarse como la decisión magnánima de un gobernante o un gobierno, se dedica a describir cómo todas las amnistías han sido forzadas por cambios en el poder, ellos mismos sujetos a la actuación de fuerzas organizadas, a veces populares, a veces militares, etc.
En el avión de regreso a Minneapolis, con esa tendencia a la abstracción a la que nos invitan las alturas, sobrevolando lagos helados y bosques esqueléticos cubiertos de nieve, pensé en el modo en que Adam Smith describe la realidad económica como una red fluida (los franceses protestan que el primer economista fue el fisiócrata Turgot y no Smith, pero Smith es el primero en mostrar no simples causas, más o menos creíbles, sino un sistema de sistemas, de procesos interrelacionados en movimiento); o en Saussure y la imagen del lenguaje como red de significantes/significados sometida a fuerzas diacrónicas, a procesos evolutivos locales, granulares, progresivos, fluidos; o en la identidad de género descrita por Butler, que desmonta el mito de un determinismo genital o genético para reemplazarlo por una definición abierta, socio-cultural, por un proceso performativo (soy mi expresión, ser y expresión coinciden) cuyas características concretas derivan de la red del entorno existencial de cada individuo; o en la raza, que se pretendía meramente descriptiva, y que acaba deconstruida en manos de Baldwin (o ya en Du Bois) en el resultado de procesos históricos (véase el progresivo blanqueo en EEUU de judíos, irlandeses e italianos), es decir, de redes sociales de influencia («la raza es la hija del racismo, no la madre», dirá Ta-Nehisi Coates); y también, evidentemente, en el mundo descrito por Castells, en los procesos criminales o las amnistías como extensión de la red de los procesos sociopolíticos.
Por todas partes, la desintegración de la substancia, de las realidades «sólidas», unitarias y eternas en redes y redes de redes, en redes incrustadas en redes que no cesan de desarrollarse, de fluir las unas en las otras. Y allí abajo, a ras del suelo, cada uno de nosotros (como Iñaki en su celda emulando al Che), definiéndonos y construyéndonos a cada instante a partir de nuestra localización histórica, geográfica, lingüística, biológica, económica o incluso procesal: simples nodos y nodos de nodos participando de la danza inabarcable e infinita, pero inteligible, del espíritu y de la materia.
Abstracciones prescindibles
Una cantidad es siempre una cantidad de algo, excepto en un solo caso, que podríamos llamar el de la cantidad pura: cuando se trata de una cantidad comparativa, de una posición en un «orden». El orden es la comparación dentro de una sola dimensión (una línea, de mayor a menor, por ejemplo). En el momento en que introducimos más de una dimensión, el «orden» se convierte en otra cosa: en la relación entre un elemento y el «lugar» que ocupan todos los demás. Es decir, la línea se transforma en grafo y la «cantidad» se transforma en ubicación.
La relación entre múltiples dimensiones y grafos es directa. Una dimensión no es nada más que una cantidad «pura». Que el espacio contenga tres dimensiones significa que necesitamos tres cantidades para señalar una ubicación en él. En un grafo (una red, como las redes neuronales del cerebro o las redes de un micelio) no basta con señalar la ubicación de un nodo en el espacio para averiguar dónde se encuentra. Lo esencial es la ruta, es decir, la relación de conexiones que un nodo mantiene con todos los demás. Por eso un grafo puede contener n dimensiones, aunque nos basten para representarlo dos o tres dimensiones espaciales y la convención de las líneas que describen las rutas, las relaciones, que en sí son binarias (o está conectado o no está conectado). Estas líneas no serían necesarias si las dimensiones del grafo coincidieran con las espaciales.
Si lo real (de la materia al conocimiento y, con este, al valor que determina el comportamiento) es una red, un grafo, todo lo que hace el discurso (él mismo grafo-lógico) es describir ubicaciones, las relaciones entre nodos cuyo «contenido» entero es solo su ubicación. Por eso no hay substancia a ningún nivel del ser: solo relaciones. No es que un nodo no «tenga sentido» sin la red o que sea «inútil»: es que, puesto que es solo ubicación, no existe sin la red, del mismo modo que la red no existiría sin ubicaciones.
El discurso es una red que mantiene las mismas relaciones relativas entre nodos de lo que percibe como «real» (en sentido amplio). Puesto que no hay más contenido que la ubicación misma (los qualia son entidades mitológicas), el discurso puede describir, reproducir, de un modo efectivo la red de lo «real». El lenguaje, después de todo, «funciona». (Yo creo que el éxito aparente de los LLMs tiene que ver con cuánto aproximan este modelo, y sus fracasos, con cuánto se desvían de él, con todas las redes que no tienen en cuenta).