18. Cuadros, o qué sucede entre nosotros y una obra de arte
El arte no es algo que recibimos, sino algo en lo que nos encontramos
Turista Nº 1.501.998 se detiene ante Obra Maestra Nº 762.
Esta vez va a hacer un esfuerzo. Se ha molestado en leer la placa; ha visto reproducciones de esta imagen en libros de texto medio olvidados, en ocasionales anuncios publicitarios, en camisetas y tazas de café y fondos de pantalla. Le resulta tan familiar como el rostro de una estrella de cine. También como las estrellas de cine, parece disminuida en “en persona”: más pequeña, menos imponente, menor.
Aprovechando un hueco milagroso en el flujo de visitantes, da tres pasos atrás, se enfrenta al lienzo y procede a concentrarse. Se esfuerza en no pensar en nada más, en absorber la Obra de Arte, en dejarse inundar por los colores y que estos, reflejándose en su alma, operen su magia transformadora. La alquimia de la cultura, la elevación por contacto visual. Mantiene la mirada en los trazos de las figuras, en la combinación cromática, en la perspectiva de fondo, mientras busca en su interior algún tipo de cambio, de sentimiento.
Nada.
El turista se esfuerza un poco más. Mira más duro. Con ojos más abiertos.
Nada.
El alma no quiere participar, no da juego.
O bien el cuadro, admirado por millones de personas a lo largo de siglos, no es para tanto, o bien el turista carece de la sensibilidad o los conocimientos requeridos. O quizás los museos son odiosos, quizás, superpoblados de arte y de personas, no ayuden a crear una atmósfera íntima, conductiva a éxtasis de ningún género. O quizás el turista, sobrecargado de obligaciones ambulatorias y estéticas, no se encontraba de humor.
En cualquier caso, esta historia de amor incipiente termina en gatillazo del espíritu. En impotencia y aislamiento.
Imaginemos ahora que nuestro turista, de camino a la salida por una de las secciones del museo que había decidido ignorar (“Románticos, bah”), ve por el rabillo del ojo un cuadro solitario, esquinado, anónimo, que le atrae por alguna razón. Algo quizás en los tonos generales que reconoce como afín, algo aprehendido en el trazo y la línea.
Se aproxima sin nada que perder. Sin expectativas.
La obra, de un autor inglés del que nunca ha oído hablar (inglés, primera indiciación de irrelevancia), representa a una muchacha rubia de piel clara en vestido decimonónico que se yergue descalza al borde de un precipicio con el rostro alzado hacia el cielo: los ojos cerrados, la boca vagamente sonriente, indican que está disfrutando del calor del sol sobre la piel de sus párpados. Al fondo se abre un lago, montañas, un cielo azul claro.
Nuestro turista se dice: “esto sí que lo entiendo”. Lo “entiende” tanto, de hecho, que a partir de ahora va a declararse con orgullo un converso al arte figurativo del XIX y a señalar a este artista particular como su favorito, algo tan recóndito que le prestará frente a sus interlocutores un aire inmerecido de entendido o, al menos, de persona con “sensibilidades”.
Pero, ¿en qué consiste este “entender”?
El turista ha conectado, en primer lugar, con el momento interior de la joven representada. Se ha reconocido en esa entrega a la caricia del sol, que él mismo ha experimentado en el pasado, lo cual lo introduce en el cuadro. No está ya fuera, frente a él, evaluándolo o tratando de absorberlo, sino dentro, es decir, enredado a través de las redes de su propia memoria con la imagen representada.
Pero es que además la protagonista le atrae o, por ser más precisos (en ese mecanismo que funciona igual para el arte que para el amor), le atrae la idea de verse atraído por ella, le atrae convertirse en el tipo de persona que se revela siendo en su atracción. La joven es, evidentemente, hermosa según los estándares habituales; está descalza en mitad de un entorno natural, lo cual indica un espíritu aventurero y juvenil; y es sensible de un modo tanto espiritual como sensual, como demuestra su entrega a la caricia del sol. Crucialmente, se encuentra dentro de un cuadro del siglo XIX y, pies aparte, vestida hasta el cuello, lo cual significa que nuestro turista no es un viejo verde o un enfermo sexual que sufre erecciones en museos, sino alguien también él, como la muchacha misma, elevado, sensible.
Y es que a nuestro turista, resulta, le gusta la primera mitad del siglo XIX en general, aunque nunca lo haya pensado de forma expresa. Escucha poca música clásica pero, cuando lo hace, suele escuchar a Mozart o Beethoven. Ha leído algo de Goethe (Werther, la primera parte del Fausto, la segunda se le atragantó), y Frankenstein y Cumbres Borrascosas, y enmarca al cuadro en esa atmósfera general, pacífica pero intensa, post-religiosa pero impregnada todavía de un aire de santidad.
Son todas impresiones vagas, pero que establecen una red de conexiones que alcanzan al cuadro mismo y a su evaluación, ubicándolo en ciertos lugares queridos de la identidad del turista. Para averiguar por qué considera la primera mitad del siglo XIX como una señal de distinción, de elegancia y cultura, tendríamos que remontarnos a sus primeros contactos con esta época, a su infancia, al entorno de sus padres y su colegio. No se trata de experiencias dramáticas ni evidentes (su padre no es un estudioso del Romanticismo, por ejemplo) sino de vagas asociaciones que se han ido acumulando a lo largo de su vida y que ahora, a través de esta obra concreta, forman de pronto un conjunto coherente, se condensan o cristalizan al contacto con ella en una experiencia palpable y comunicable.
Los vínculos entre el turista y el cuadro se han multiplicado de un solo golpe de vista, y ambos se hallan ahora enredados en la misma red de significados y asociaciones. No solo averigua a través del cuadro algo de lo que él mismo quiere ser, no solo está descubriendo un conjunto de valoraciones que hasta ahora permanecían ocultas o innombradas, impensadas (inconscientes), sino que, mediadas por él, estas aspiraciones pasan de inmediato a ser realizables, porque el turista puede afirmar: “Yo soy el tipo de persona que tiene un cuadro favorito que no conoce nadie más, y, aún más concretamente, soy el tipo singular cuyo cuadro favorito es este”. Se trata de un gustar performático, no porque sea falso, sino porque vuelve realidad el deseo mismo del que es indicativo.
A primera vista, parecería que la red de vínculos de valor que le llevan a “entender” este cuadro emerge de él, que se trata de una valoración “subjetiva”. Pero la red antecede a ambos, cuadro y artista, “sujeto” y “objeto”, porque el valor, sin ser unánime ni universal, es público. Esas apreciaciones vagas que se han condensado en el cuadro no proceden del ser biológico del turista, sino de corrientes subterráneas aprehendidas de su entorno, adquiridas a través de la mirada de maestros, progenitores, amigos y amantes y figuras públicas. En contrapartida, el cuadro emergió también de este mismo tipo de corrientes, solo que en sus ubicaciones pretéritas, en su conformación de hace dos siglos. El estilo, los temas, la teorías, el ser todo del artista resultaron en estos trazos y estos colores. Y por supuesto que también el artista tenía cuadros y artistas favoritos, que también él se topó con su propio ser de este modo sorpresivo, en la identificación con el objeto de la mirada, en el objetivarse como identidad (y la identidad, como dice Heráclito, es el destino) frente a las obras de otros. Como artista, la identificación no fue nunca completa, o no se habría molestado en producir nada: su obra es el esfuerzo por salvar las distancias entre el ser que es y el ser que se encuentra.
Que el turista sienta más afinidad con un artista de hace dos siglos que con uno contemporáneo que beba de las mismas corrientes exactas que él (en lugar de las corrientes se diría que estancadas de siglos pretéritos) se debe a que no es “un entendido”, a que su identidad estética es un elemento secundario de su ser y no necesita por tanto estar “al día”, a “la última”, como sí lo necesitaría un crítico o un pintor. De hecho, uno de los valores que fundamentan su apreciación es precisamente el de la antigüedad de este cuadro, el de su aroma a reliquia.
Sin ser un crítico ni un pintor yo mismo, mis intereses intelectuales me fuerzan a apreciar corrientes más contemporáneas. Aunque soy igual de ignorante en cuestiones de arte que el turista, mi propia comunión artística, el mito fundacional que cuento siempre que encuentro la ocasión, tuvo lugar en la Tate Modern hace 20 años frente al expresionismo abstracto de un Rothko.
No me lo esperaba, pero me lo encontré de frente y a solas como a un tótem indiferente y trasmundano. Aunque no sabía nada de las intenciones religiosas de su autor, sentí frente a él (las dimensiones precisamente calculadas para abrumar al espectador –exactamente suficientes–, los bloques de color intimando un significado portentoso que no se deja ignorar ni discernir) que me hallaba frente a un misterio: como los monolitos negros del 2001 de Kubrick, algo más que pura alienación, algo al mismo tiempo íntimo y sobrecogedor. Todo esto, que vivido en primera persona consistía en puro sentimiento, revelaba corrientes muy vivas de ese comienzo de milenio en el que la palabra “postmodernismo” todavía parecía inaugurar un tiempo nuevo, un gran ocaso hacia el silencio final, en lugar de una simple moda. Atónito frente al Rothko, yo podía sentirme sofisticado y sensible; identificando en él el horror cósmico de la conciencia común sobre el destino de la especie (anunciado en las Torres Gemelas o en ese cementerio de 2666 que da título a la última gran obra de Bolaño), yo me veía en la proa de un barco que avanzaba entre tinieblas hacia las cataratas del fin del mundo. Algo oscuro, enorme e incomprensible se avecinaba, y Rothko lo sabía, Kubrick lo sabía, yo lo sabía. La extracción del valor a través de una identidad vinculada a las corrientes de la época es evidente.
El pintor aprende qué trazos son valorados, buscando en un inicio la valoración genérica, el parecido. “Qué bien dibujas”, le dicen de niño, “cuánto se parecen tus obras al original”. Pero conforme se va desarrollando, es decir, conforme su identidad artística va absorbiendo una parte cada vez mayor de su identidad global, sus modos de valorar se van complicando y expandiendo en la misma medida, adquiriendo los matices que lo vuelven único (la mayoría ajenos a la pintura), y que pasará a objetivar en su obra. Ya no busca el parecido, sino situarse en un lugar único entre ciertas figuras que se han ido revelando como dignas de emulación. La medida en que consiga encontrar un lugar lo suficientemente solitario entre sus modelos dará la medida de su originalidad. Un “conseguir” que no depende de sus esfuerzos, sino que resulta de lo singular que sea su identidad, que a su vez depende de la singularidad de su experiencia. El artista y su obra ocupan la intersección de un diagrama de Venn formado por grupos infinitos: se constituye de corrientes siempre grupales, genéricas, pero su combinación concreta es única e irrepetible.
Objetivando esta singularidad en su obra, la coloca frente al espectador, que llega hasta ella como su propio diagrama de Venn, tratando de ser, siendo, en la identidad de sus valores, buscándose en su propia expresión. Frente al cuadro, descubre “un gusto”. “Esto me es afín”, se dice. Esto me dice algo de lo que soy, y me ayuda a serlo a través de mi afinidad, esto me ubica.
Las redes del valor son múltiples y forman corrientes que nos definen, nos unen y nos separan. Aunque expresadas como discurso parecen la abstracción más vacía, se trata en realidad de puro contenido y toman la forma colorida de nuestras obras de arte, la carnal de nuestros hijos y los comportamientos que inducimos en ellos, la substancial de los sentimientos que nos sobrecogen frente a un cuadro o un moribundo o la persona amada. Gobiernan nuestras economías determinando qué estamos dispuestos a hacer para obtener ciertos bienes (y ser a través de ellos ciertas personas) y conducen de un modo impredecible, no teleológico, pero inevitable, el curso de la historia, uniendo lo grupal con lo individual, lo general y lo concreto, con una granularidad que facilita la conceptualización de todos los grados intermedios.
Erudiciones prescindibles (Name dropping)
“¿Qué es la belleza?”, pregunta Sócrates, e Hippias le responde: “Una hermosa joven” (lo he tenido que buscar, no sé por qué yo lo recordaba como “un hermoso efebo”). “Una respuesta sin duda brillante”, ironiza Sócrates, siempre haciendo amigos. La idea, por supuesto, es que Hippias solo consigue pensar la belleza en términos concretos, a través de instancias, mientras que Sócrates persigue la definición, el término abstracto, ese “juicio secreto de la razón común” que, según Kant, constituye el negocio de los filósofos.
Sabemos desde Saussure, y se ha visto reforzado por el éxito de los LLMs (ChatGPT, etc.), que el significado de una palabra no es el contenido de un continente (como si la palabra fuera una caja que contuviera el significado, por ejemplo en forma de imagen), sino su diferencia con respecto al resto del vocabulario. Ahora bien, ¿cómo se mide esta diferencia? ¿En qué términos? ¿Cuánto dista “perro” de “urraca” o de “ser humano” y por qué?
Un modo aristotélico de pensar este problema dividiría cada entidad en “atributos” y mediría la distancia entre cada uno de ellos. Las diferencias en altura, inteligencia, postura, etc., darían una matriz de miles de dimensiones (cada atributo, o feature en el lenguaje de la inteligencia artificial, supondría una dimensión que podríamos utilizar para calcular la distancia total usando el teorema de Pitágoras generalizado).
Esto, sin embargo, es absurdo. Primero, porque requeriría una cantidad ingente de procesamiento de datos que nuestros cerebros tendrían que realizar para analizar incluso la escena más sencilla. Segundo, porque requeriría un modo predeterminado, a priori, de descomponer cada entidad en sus atributos. ¿Qué atributos extraeríamos, y cuánto peso deberíamos otorgar a cada uno de ellos? El sistema sería enormemente complejo e ineficiente y, lo que es peor, carecería de flexibilidad.
En lugar de esto, pensemos que solo existen instancias y su distancia absoluta, es decir, su ubicación en un espacio hiperdimensional. Lo que mi cerebro realiza es una simple y constante relación estadística entre entidades. Las dimensiones no son los atributos, sino el resto de la realidad. Para medir la distancia entre “perro” y “ser humano”, no comparo sus alturas o sus colores, sino que comparo las distancias relativas que cada uno mantiene con “urraca”, “silla”, y el resto de la red. Las features o dimensiones no son datos descompuestos, sino seres. Por eso digo que se trata de posiciones absolutas, porque cada entidad pasa a definir el espacio en que se ubican todas las demás.
Aquí parece que hemos entrado en una petición de principio, en un bucle infinito: si la distancia entre “perro” y “ser humano” depende de la distancia de ambos con “urraca”, ¿cómo medimos esta a su vez? La respuesta es compleja y tiene que ver con el hecho de que el mundo no es un conglomerado de entidades, de que la propia “división” en entidades implica un mecanismo de categorización (aglutinamiento) de naturaleza estadística del que se derivan la distancia/ubicación.
Por ejemplo, en el espectro visual no existe una diferencia entre el azul y el verde, sino una gradación infinitesimal de variaciones de la amplitud de onda de la luz entre ambos colores. Ahora bien, debido a su naturaleza cuántica, hay ciertos rangos de ese espectro que se dan con más frecuencia que otros, y esto permite generar una categoría (verde) que se diferencia de otra (azul). Lo que hemos hecho no es calcular el azul ideal, el verde ideal y sus distancias mutuas (Platón), sino que el verde y el azul han emergido de la pura diferencia estadística entre la frecuencia con que se dan en la experiencia ciertos rangos de la amplitud de onda (nota al margen: es cierto que tenemos células cono en la retina especializadas en el rojo, el verde y el azul, pero esto es derivado: han evolucionado porque previamente existe la diferencia estadística). Esto es lo que llamo “categorización” y considero la base de la percepción y la formación de “conceptos” (como opuesto a la hipótesis de la “abstracción”).
Pero lo que nos interesa aquí es que Hippias tiene razón, que lo que existen son las instancias y sus ubicaciones, no el concepto distinto, autónomo (la idea platónica) de belleza. “Belleza” como concepto definible es algo que solo adquiere entidad en el discurso mismo de Sócrates. El filósofo no des-cubre ni des-entierra algo oculto pero preexistente, el juicio secreto de la razón común, sino que lo crea en el proceso de pensarlo.
Pero entonces, ¿cómo determinamos qué es bello y qué no? A través de los juicios aprendidos del valor. Hippias mirando a una joven hermosa no responde de un modo automático, directo, no mediado, ni tampoco aplica un ideal predefinido, eterno e inmutable, sino que evalúa la distancia de la joven con la ubicación del resto de jóvenes a quienes ha aprendido a llamar “hermosas”. Estas ubicaciones, esta conformación de la red, se transmite y se transforma a través de los mecanismos del valor. Y porque las jóvenes hermosas a las que conoció Hippias son diferentes de las que conocí yo, no solo son nuestros ideales diferentes, sino que son históricos y se encuentran siempre en movimiento.
También la estética es epistemología.
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