13. Cuerpos, o el yo consciente como esfuerzo por la coherencia
No hay ninguna razón por la que la conciencia debería ser secuencial, pero quizás en esta limitación se encuentre la clave de su misteriosa naturaleza
A Gorane y Maite les hizo gracia que les dijera que me daba pánico la idea de tener un cuerpo. Yo debía de estar a punto de cumplir los treinta por entonces, hacía poco que me había mudado a Madrid desde Japón, y todavía salía de bares los fines de semana, normalmente con ellas dos (“¡Pero cómo le dejas salir solo por esos Madriles, con la de mujeres que hay por ahí!”, le decía mi abuela a Molly, porque Molly no nos acompañaba, le han aburrido siempre las noches interminables de ronda y alcohol; “Siempre vuelve”, le respondía a mi abuela, riéndose). Si no me falla la memoria, estábamos en el piso de Gorane, que vivía en Lavapiés, después de habernos cansado de los bares o después de que nos hubieran cerrado el último, y creo que amanecía. No recuerdo de qué habíamos estado hablando, qué derroteros me llevaron a aquella confesión, pero no me sorprende que saliera, porque por entonces aún me coleteaban rastros de la hipocondría que me había traído de Tokio. Muchas noches, encarando la pronunciada cuesta de la calle Olivar de camino al bar Candela, dudaba de que fuera a llegar a mi destino sin sufrir un ataque al corazón, y acometía la subida con el oído atento a mis palpitaciones.
Claro que tanto miedo no debía de tener, o me habría negado a subirla. O habría pedido una ambulancia. O, al menos, habría apagado el cigarrillo. Como hipocondríaco, la verdad es que daba muy poco juego, fui siempre muy poco dramático. Molly se sorprendió años después, cuando le conté los extremos a los que llegué en Tokio, de no haber notado nada. ¿Qué extremos? Poca cosa. Contraer la cara a cada rato para comprobar que no me estaba dando un ictus, caminar torcido porque tenía la sensación de que las calles de mi barrio estaban inclinadas hacia la izquierda, o, en una ocasión, sufrir un ataque de pánico, las palpitaciones y la respiración entrecortada formando un bucle vertiginoso de retroalimentación con los síntomas imaginados de un infarto. Creo que Molly y yo habíamos estado viendo alguna serie que nos habíamos descargado al portátil, seguramente sentados en el futón que nos hacía de cama y de sofá, y yo la pausé y le dije que necesitaba salir a tomar un momento el aire, sin dar más explicaciones. En el portal, me fumé un cigarrillo (Seven Stars, lo más parecido al Ducados que encontré en Japón) y poco a poco fui recuperando la calma. No sé qué explicación le di a Molly. Creo que el hecho de que no le contara lo que había sucedido realmente (o de que no le hablara después, en Madrid, durante años, de ese temor de fondo que se iba apaciguando lentamente) se debe a causas parecidas a las de la hipocondría misma, o en cualquier caso a causas que se enredaban con aquellas.
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Cuando busco razones concretas, pienso que vivir en un país en el que no quería tener que vérmelas con el sistema sanitario (por lo desconocido que me resultaba y por las barreras idiomáticas), debió de tener algo que ver, y que ayudaba también ser fumador desde los catorce y que mi padre hubiera sufrido su primer amago de infarto a los treinta y ocho. Pero, en un sentido más general, veo toda aquella época marcada por una cierta sensación de fragilidad, de precariedad, que, en lugar de reducirse, había ido agravándose con los años y los viajes. Cuanto más me alejaba, cuanto más me desvinculaba de mis orígenes, mayor era la sensación de estar recorriendo un camino inseguro, de avanzar sobre una capa de hielo quebradiza en una dirección desconocida. Regresar a España, encontrar una profesión (en Londres había sido cocinero; en Tokio, profe de español, pero no veía ninguno de los dos oficios como una opción a largo plazo; en Madrid conseguí mi primer trabajo como programador), recuperar algunos vínculos familiares que creía rotos y, también, por qué no, dejar de fumar y comenzar a hacer algo de ejercicio, fueron todos factores que contribuyeron a que me fuera afianzando en este cuerpo y esta tierra, a que pudiera mirar a mi alrededor, al “dentro” de mi cráneo y al “fuera” de mis interacciones con el mundo, sin temor.
Pero hay algo aquí que merece una segunda mirada. Porque, ¿qué es eso de “afianzarse en el cuerpo”? ¿Por qué puede darse una ruptura o una separación? Si somos solo cuerpo (y nada parece indicar que seamos otra cosa), ¿qué es ese algo que se desvincula y al que, sin embargo, de una forma directa y preeminente, llamo “yo”? El lenguaje habitual implica siempre un distanciamiento: hablamos de “nuestras manos”, “nuestros propios ojos”, incluso “nuestro cerebro” como de posesiones, no de identidades. Hablamos como si habitáramos el cuerpo, en lugar de serlo. La dualidad cuerpo/alma, res extensa/res cogitans, no es una simple herencia judeocristiana o platónica, un hábito inconsciente del pensamiento, de naturaleza cultural, del que podemos librarnos a través de una revelación, de un pensamiento o un “despertar”. Al contrario, que se den todas estas tradiciones (la noción del “alma” se encuentra bien extendida en infinidad de culturas) se debe a que no son nada más que desarrollos de una de las estructuras fundamentales de nuestro ser.
Miro “mi” mano y la veo desde fuera, desde la piel, desde una perspectiva constante y limitada, siempre desde este ángulo concreto (“desde arriba”), inescapable. Llevo cuarenta y seis años viendo mi mano de este modo intransferible, y seguiré viéndola así hasta el día que muera (un día en el que pienso siempre que desemboco en este tipo de observaciones). Contemplo las venas que la recorren y me resulta imposible identificarme con la sangre que circula por ellas. ¿Soy “yo” esa sangre que no veo? Me parece tan ajena (o tan próxima) como el teclado del ordenador, como las herramientas que utilizo para navegar el mundo. “Yo” parezco ser algo que habita por detrás de mis ojos, a unos cinco centímetros detrás del puente de la nariz, y todo lo demás es algo así como un caballo que cabalgo o una marioneta que manejo, un vestido de carne para el alma.
Pero el alma no existe, y por lo tanto este “yo” tan palpable y próximo que el pensamiento contemporáneo trata de desinfectar de metafísica con la palabra “conciencia” no puede existir tampoco. Lo que existe es el cuerpo y sus procesos, y lo que percibimos como “yo” debe de formar parte de ellos.
“Yo” creo que la clave se encuentra en una característica del pensamiento que debería producir más sorpresa de la que produce: el hecho de que sea secuencial, de que represente un solo “hilo”. En cualquier momento dado, solo logramos “pensar” una sola cosa cada vez. Digo “pensar” para no complicar el vocabulario más de lo necesario, pero en sentido estricto me refiero a todo el fenómeno de la atención que asociamos con la conciencia, que incluye la percepción tanto como el pensamiento.
El “pensamiento”, la “atención”, el “yo”, la “conciencia”, llamémoslo como queramos, nunca sostiene más de un “objeto” a un tiempo. Incluso cuando creemos que estamos “dividiendo nuestra atención” entre varios objetos, solamente estamos alternando entre ellos a mayor o menor velocidad.
Pero el mundo no es secuencial. Ni siquiera el cuerpo es secuencial. O lo que es más importante: ni siquiera la mente es secuencial, como observamos cuando descubrimos que habíamos estado percibiendo algo que sucedía de fondo “sin darnos cuenta”. Si puedo echar la vista atrás y recordar algo que había asimilado “sin pensarlo”, esto significa que el “yo”, sea lo que sea, no es la totalidad de la mente. Este es el punto de partida del gran descubrimiento de Freud: que el yo que piensa no es la totalidad del “sujeto”.
Pero si ni el mundo, ni mi cuerpo, ni mi mente son secuenciales, entonces, ¿por qué es secuencial el “yo”?
Imaginemos un sistema multi-hilo que procesa cantidades ingentes de información en paralelo. La luz que impacta contra los conos fotoreceptores de la retina, las vibraciones del tímpano, las reacciones químicas del olfato, la piel y los órganos internos, entre otros muchos estímulos, se transforman todos en señales que son procesadas sin que nada más que una porción de ellas alcance a “la conciencia”. En algún momento, las construcciones de estos hilos deben ser puestas en común para que el sistema mantenga su coherencia. Deben ser priorizadas, combinadas y organizadas en una totalidad, o de lo contrario iríamos acumulando datos inconexos, fragmentos, y el sistema global tendería a la entropía. Pero eso significa también que debe haber un hilo resolutor final, juez último en la construcción de coherencia, en la resolución de conflictos y, especialmente, en la combinación de datos relacionados.
Esto sería el “yo” al que nos referimos normalmente, el sujeto de nuestras frases, pensamientos y atención, el supuesto sujeto de nuestros actos, los ojos detrás de la mirada. No una substancia al mando, un alma eterna, autónoma, sino un simple proceso resolutor de coherencia.
Algún tiempo después de aquella conversación de amanecida, Gorane y Maite plantearon, bromeando, la idea de comenzar una revista o un blog, y de asignarme a mí la sección de salud, que se titularía “Pánico al cuerpo”. El “yo” que reclama la autoría de estas líneas no puede dejar de verse habitando un cuerpo extraño y ajeno en una realidad espaciotemporal más extraña todavía, pero he ido perdiendo el pánico en la medida en que me he ido reconciliando con esta ubicación terrenal, en que he ido admitiendo que mi “yo real” comprende no solo el hilo resolutor, sino también todos los tejidos de base sobre los que se ha ido inscribiendo mi experiencia: mis neuronas, mis músculos, mis huesos, mis manos, mi sangre. El sistema completo. No solo soy mi totalidad física, sino que, puesto que esta se ha ido desarrollando (y continúa desarrollándose) en su interacción constante con el mundo, puesto que emerge del alimento y la experiencia, “yo” soy el mundo mismo, concretado en esta ubicación transitoria e irrepetible.
Erudiciones prescindibles (Name dropping)
Kant observa en La crítica de la razón pura la secuencialidad del “yo”, y la señala cuando afirma que el “sentido interior” es el tiempo, es decir, unidimensional, mientras que la res extensa se reserva el espacio tridimensional. Y por cierto, que fundamenta la aritmética en este sentido interior (la línea de los números naturales), del mismo modo en que fundamenta la geometría en el exterior.
Para Kant, sin embargo, la razón de que el “yo” sea secuencial es axiomática. No hay una explicación, simplemente esa es su estructura fundamental, que mantiene una correspondencia de simetría con la estructura del sentido exterior.
Algo similar sucede en Heidegger, que ve el Dasein (el “ser-ahí”, que por cierto identifica con la “apercepción trascendental” de Kant ) como la base de la estructura fenomenológica (véase Los problemas básicos de la fenomenología). Aunque él sí cree que puede descubrirse la ontología fundamental del Dasein (spoiler: es la temporalidad), este estar circunscrito a la estructura fenomenológica le impide hablar de (o pensar) el ser humano como un sistema. No sale del Dasein, encuentra un problema metodológico en salirse del Dasein, y por lo tanto tiene vedadas hipótesis como la que planteo yo aquí.
Creo que merece la pena destacar que en el Dasein se da una predominancia de lo espacial que lleva a Heidegger a extender la espacialidad a la temporalidad, y le oculta la secuencialidad de la atención.
Como ya debe de ser evidente para cualquiera que haya seguido estos artículos, no estoy de acuerdo con los agentes fantasmales que emergen de la topología freudiana. En Freud, el inconsciente acaba siendo (a efectos prácticos) un yo en la sombra. Para mí el inconsciente es neutro: recibe y procesa toda la información que el yo consciente tratará de volver coherente sin agotarla nunca. “Procesar” significa aquí crear relaciones causales, asociar y descartar asociaciones de una naturaleza estadística.
Muy interesante!
Mientras leía el artículo no podía parar de pensar en Simone Weil (como ves, yo tampoco soy inmune al name-dropping): Weil habla de la experiencia política y espiritual del desarraigo en un sentido muy similar a como tú describes esa incomodidad o zozobra en tu propio cuerpo que, crees, encontraba origen en que estabas en un país extranjero, en un trabajo precario, desconectado de tu familia y de lazos afectivos fuertes que te sujeten y enraícen. Tampoco ayudan las redes sociales y el globalismo exasperante de internet: experimentamos nuestro cuerpo ya no como herramienta para nuestro proyecto vital sino como imagen en una pantalla, como un espectáculo que será percibido (juzgado, envidiado, deseado) por otros.
Un poco más abajo en el texto, vuelve otro concepto de Weil: para ella la "atención" es todo lo contrario a lo que tu describes. No se refiere a lo que podríamos llamar el "foco" consciente de la experiencia mundana, lo que pasa por nuestra conciencia (sea lo que sea eso) en cada momento, sino a un ejercicio espiritual similar a la meditación, en la que el "yo" se aniquila, no se fija en nada particular, no circunscribe ninguna parcela del mundo a su pensamiento objetivante, sino que se vacía de contenidos y se deja ser penetrado por el mundo en su aparecer no-mediado. En la acepción técnica de Weil, la atención es lo contrario a la concentración: el que se concentra en un asunto quiere conocer todos sus aspectos, dominarlo, cubrirlo completamente con el pensamiento; el que atiende, retira su pensamiento de las cosas y deja que sean ellas las que se presenten en la conciencia.
El resolutor de coherencia, el hilo secuencial que intenta sintetizar la vivencia de ese cuerpo que es en interacción con su interioridad y el afuera. La posibilidad de experimentar el mundo. El mundo mismo experimentando la posibilidad.