33. Ejércitos
O cómo convencer a millones de personas de que se dejen matar
El tranvía de Mineápolis pasa por delante del cementerio militar de Fort Snelling de camino al aeropuerto. Desde la ventana del vagón, las hileras perfectamente equidistantes de pequeñas lápidas blancas se expanden hasta perderse en el horizonte. Esta primera impresión de inmensidad se multiplica cada pocos segundos, conforme el tranvía avanza y el cementerio continúa, aparentemente interminable en todas las direcciones.
Fort Snelling, con sus 260.000 tumbas, no es un cementerio particularmente conocido, solo uno más de los 164 cementerios militares de EEUU. La primera vez que yo lo vi abrirse como un valle inmenso de muerte ante mis ojos, tuve la sensación de estar comenzando a comprender lo que significaba vivir en una cultura militar estructurada alrededor de la guerra. Aquí, visibles y tangibles, se encontraban los cientos de miles de razones silenciosas que mantenían los beneficios de Wall Street (y con ellos, los de las pensiones de la mayoría de los ciudadanos, incluida la mía) siempre al alza. Es Fort Snelling lo que veo cuando los políticos hablan de los “intereses estratégicos” del país o cuando acudo a un partido de béisbol y comienzan las fanfarrias patrioteras: el himno nacional, la bandera, los homenajes a soldados y excombatientes.
El cómico sudafricano Trevor Noah se burlaba en un monólogo reciente de esta costumbre americana de sacar la bandera y cantar el himno en todos los eventos deportivos nacionales. La bandera y el himno son mensajes que la mayoría de los países reserva para sus enfrentamientos con el resto del mundo, para cuando necesita comunicarles a otros con quién se las están viendo; EEUU, sin embargo, se lanza a sí mismo el mensaje de su propia identidad con un insistencia obsesiva, como si dudara de ella. Steven Colbert, otro cómico, este americano y patriotero, le preguntó a Noah en una entrevista: “¿Qué pueden tener de malo el himno y la bandera?”. Sin duda, Colbert pensaba en los colores y las melodías y en las celebraciones del 4 de julio, en el énfasis en la unidad y la concordia, y encontraba en todo ello un valor inofensivo. Noah no supo contestarle, o no quiso ofenderle, y yo me encontré respondiendo mentalmente en su lugar: “¿Qué tienen de malo? Fort Snelling y Fort Logan y Arlington. Cientos de miles, millones de tumbas”.
Joshua S. Goldstein, un experto en relaciones internacionales, ha desarrollado una teoría muy interesante sobre la relación entre la guerra y el género que de un modo indirecto contribuye también a explicar el poder de los símbolos nacionales.
Goldstein se pregunta por qué la inmensa mayoría de los ejércitos de todos los tiempos y lugares han estado formados, de forma exclusiva y excluyente, por hombres. La respuesta habitual es que los hombres son más violentos y más fuertes que las mujeres. A los hombres, se nos dice, nos atrae la violencia de forma “natural”, hasta el punto de que, para vivir en sociedad, nos hemos visto forzados a reprimir nuestros impulsos. Se trata de una caracterización con solera intelectual y filosófica: Hobbes, Rousseau, Nietzsche, Freud, Bataille o Adorno, asumen todos un ser salvaje primitivo, violento y sexual en el caso de los hombres, y solo sexual en el de las mujeres, que ha tenido que ser domesticado pero que sobrevive y se debate encadenado en el interior cavernoso de cada uno de nosotros. Para Freud, por ejemplo, nuestra perpetua infelicidad y, con ella, nuestras neurosis, se derivan de ser animales enfermos de civilización (lo que llama “el malestar en la cultura”). Un hombre “libre” de restricciones sociales, según todos estos pensadores poco atléticos que jamás empuñaron un arma, sería un animal de rapiña, un vikingo que roba cosechas y viola a quien le place (la “bestia rubia” de Nietzsche).
Yo creo que pensamos de verdad las teorías cuando dejan de ser meros juegos intelectuales o demostraciones de agudeza y conocimientos para afectarnos a nivel identitario, cuando arriesgamos en ellas nuestro propio valor. Y a mí esta teoría, que voy a llamar “la teoría del animal enfermo”, me afectó profundamente cuando, siendo un adolescente, descubrí y admiré a todos estos autores. Porque a mí no solo no me gustaba la violencia, sino que me causaba pánico y me hacía salir huyendo. ¿Significaba eso que yo era un animal defectuoso? ¿Que no era un “hombre”? ¿Sería, quizás, una mujer? La capacidad de amigos y conocidos para provocar peleas y correr riesgos en aventuras donde no había nada que ganar parecía confirmar las tesis de Freud y de Nietzsche y condenarme a mí al grupo marginal de los hombres débiles, de los errores de la naturaleza.
Ahora bien, la evidencia demuestra que a la mayoría de los hombres les gusta la violencia tan poco como a mí. Como señala Goldstein, de ser realmente deseable, los gobiernos no se verían forzados a realizar reclutamientos forzosos en tiempos de guerra: les sobrarían voluntarios. No tendrían tampoco que proporcionarles alcohol y drogas a los reclutas para soportar el combate, como hacen de forma habitual, ni estaría todo el entrenamiento militar diseñado para generar una distancia moral que nos facilite el homicidio: matar nos saldría, por así decirlo, solo, de forma “natural”, seríamos todos (o al menos todos los especímenes no defectuosos) soldaditos natos. Nos bastaría una coartada cualquiera para dar rienda suelta a la bestia rubia y ser por fin libres. Y sin embargo, un excombatiente inglés de las Malvinas decía en una entrevista que cagarse en el uniforme durante el combate es un fenómeno habitual que no suele mencionarse en reportajes ni películas, y, ¿no es mucho más sencillo imaginarse a un soldado aterrorizado que a uno que disfruta de la matanza?
El otro argumento de Goldstein en contra de la hipótesis de la fuerza y la violencia “naturales” es estrictamente lógico: si de lo que se trata es de seleccionar a los individuos más fuertes y violentos, ¿por qué realizar una división por géneros? Una mujer fuerte puede serlo más que un hombre débil, y lo mismo sucede con una mujer violenta: ¿por qué no seleccionar entonces a los individuos más aptos para la guerra independientemente de sus genitales?
La solución que propone Goldstein es evolutiva, y pone de cabeza el origen de las identidades de género. El argumento es que los hombres son, desde el punto de vista de la reproducción y, por lo tanto, de la supervivencia del grupo, mucho más prescindibles que las mujeres, porque uno solo basta para impregnar a muchas, mientras que una mujer solo puede dar a luz una vez cada nueve meses. Por eso se les reservaron a ellos las tareas arriesgadas (la guerra, la caza) y a ellas las más seguras (el ámbito doméstico, la recolección, el cuidado de los niños, etc.). Ahora bien, ¿cómo consiguieron estas sociedades que los hombres, de forma voluntaria, se expusieran al peligro? Vinculando la totalidad de su valor a la fuerza y la violencia, diciéndoles que no eran nadie si no eran capaces de demostrar la una y ejercer la otra.
Es decir: no hay una serie de características innatas que determinen los roles sociales de los géneros (“los hombres son fuertes y violentos, así que se dedican a la caza y a la guerra; las mujeres son maternales, así que cuidan del hogar”), sino que las características de género se definen en función de los roles sociales que convengan al momento histórico (“los hombres deben exponerse al peligro, así que solo apreciamos a hombres capaces de asumirlo; las mujeres deben permanecer en el hogar, así que solo valoramos a las que se dedican al cuidado; la vida de las mujeres debe ser protegida aun a costa de la vida de los hombres: ¡niños y mujeres primero!”).
El imperativo “sé un hombre” ha perdido mucha fuerza últimamente, pero sigue resonando en la mayor parte del planeta con los mismos ecos de hace veinte milenios: sé fuerte, sé resistente, sé estoico, cumple con tu deber y tu palabra; en resumen: sé un buen guerrero. Evidentemente, ninguna de estas características es necesariamente “natural”, o podríamos prescindir del imperativo. “Ser un hombre” no supondría un ideal a inculcar, sino una simple descripción. Nótese que la aparente redundancia (¿no soy un hombre ya?), al cuestionar una identidad que parecía incuestionable, propone como alternativa la desvaloración absoluta. Si no eres un hombre a pesar de serlo físicamente, eso no te convierte en una mujer o en un género alternativo: te convierte en nadie, en nada.
Con todo esto no afirmo que sea imposible disfrutar de la violencia, que aquellos amigos que iniciaban peleas estuvieran engañándose a sí mismos o sufriendo. Ahora bien, este placer, cuando se da, no se deriva de la violencia en sí, sino de la satisfacción de demostrar una capacidad socialmente valorada: es la satisfacción de la adecuación al modelo, el placer de encarnar el ideal, de verte siendo lo que se espera y valora que seas.
Regresando al cementerio de Fort Snelling, a los restos mortales de cientos de miles de hombres que se pusieron a disposición de la maquinaria bélica para alcanzar una identidad milenaria repleta de sus sueños de heroísmo, de valentía y sacrificio adornados por himnos nacionales y banderas. No sorprenderá a nadie que entre esos 260.000 cadáveres se encuentren sobrerrepresentadas las minorías, los inmigrantes y los pobres. La explicación habitual es que el ejército es una institución democrática e igualitaria en cuanto a los requisitos de entrada, que proporciona estabilidad económica y, en un país donde la educación superior alcanza precios prohibitivos, representa la única posibilidad de avance social de mucha personas.
Pero imaginémonos a un hombre joven que duda del valor de su vida. Alguien que no tiene el tipo de rasgos o el color de piel que se asocia con las personas “populares” (no es el rubio jugador de fútbol americano), que acude al instituto vestido con la ropa inadecuada, conduciendo un coche destartalado u oliendo a guisos de otras latitudes. De pronto, a esta persona le ofrecemos la posibilidad de adquirir respeto y valor y además cobrar por ello. Todo lo que tiene que hacer es deshacerse de esa identidad heredada que ha aprendido a odiar a lo largo de los años y vestir un uniforme. Ahora come lo mismo que el resto, huele igual que los demás, no destaca por su vestimenta, no se detecta en él ninguna diferencia cultural. Es, antes que hijo de mexicanos o antes que negro o pobre, un soldado americano, celebrado en partidos de béisbol y en las colas para subir al avión, donde se le da precedencia y se le agradece “su servicio”. Cuando se canta el himno y se honra la bandera, él está allí, recibiendo por intermediación del símbolo el valor que otorgan sus compatriotas (el tipo exacto de personas para quienes antes era invisible). Se ha convertido en todo lo que hay que ser: en un hombre, un guerrero y un héroe.
El patriotismo no sirve solo para alimentar la maquinaria bélica: como todo fenómeno social, procede de muchas fuentes y alimenta (y se retroalimenta) de muchas necesidades. Ahí está, como contraejemplo, el patriotismo de las naciones sin estado. En el caso de EEUU, la idea de ser una nación “construida” o “de inmigrantes” contribuye sin duda también a esta presencia desproporcionada del fervor nacional.
Es decir, el soldado individual se da en la intersección de las corrientes colectivas del valor, que él mismo contribuye a generar (del mismo modo en que utilizamos un lenguaje común pero contribuimos, a un nivel ínfimo pero sin el cual los lenguajes no evolucionarían, a su transformación incesante por medio del habla). El elemento de género es esencial, pero también lo es la exaltación de las instituciones nacionales en un país que duda de su legitimidad, o los intereses económicos que generan una maquinaria guerrera constantemente activa y con una estética poderosa, o la discriminación y el racismo sistémicos que dejan a millones de jóvenes hambrientos de pertenencia, y miles de otras corrientes más locales y minoritarias. Es tentador reducir las explicaciones a una sola causa y atribuírsela a un solo agente responsable (“el complejo industrial-militar”, o “los políticos”, o “Wall Street”, o “el sistema”, o “el tardocapitalismo”). Pero la realidad, sin dejar por ello de ser inteligible, se revela siempre infinitamente más compleja e interesante que todos nuestros diagnósticos.







Excelente
Apego a esta realidad
Sumamente interesante. Gracias, Eduardo.
Como bien dices, la realidad es siempre más compleja que las categorías con que intentamos aprehenderla. Por eso creo que la teoría de Goldstein es muy necesaria e interesante y es muy verosímil que ese factor causal tenga un serio peso. De todas formas, no neutraliza sino que refuerza la tesis de que en general exista una predisposición biológica de los hombres - en términos estadísticos - para adoptar los roles sociales más asociados al riesgo y la violencia: precisamente porque son más prescindibles, habrían predominado aquellos con genes que les predisponen a proteger y proveer mejor a sus compañeras y vástagos. Si la selección natural prima la protección de las mujeres y sus crías, habrá operado para seleccionar algunos rasgos como la resistencia al sufrimiento o la empatía por el cuidado en ellas mientras que la apertura al riesgo o la fuerza física como es objetivo prime entre ellos. Esa distribución no es totalmente homogénea y simétrica entre sexos. Creo que el género tiene un componente de construcción social enorme, y lo que nos compartes es terriblemente esclarecedor, pero no se puede menospreciar el bagaje biológico que lo sustenta (no digo que lo hagas, en tu artículo eres ponderado; pero últimamente abunda mucho la idea de que el género es solo una construcción social). Eso no quita para que, dada nuestra neuroplasticidad, seamos capaces de educarnos y conducirnos aunque solo era un poco más allá de nuestros condicionantes sociales y biológicos.
Gracias por hacernos pensar.