7. Fantasmas, o cómo nos delatan nuestras mentiras
Incluso cuando mentimos o exageramos, estamos revelando quiénes estamos tratando de ser, quiénes queremos creer que somos
Solía decir mi amigo Ronald, un periodista francés que trabajó como corresponsal en la Unión Soviética, la China de Mao y el Berlín de la caída del muro, que los países esconden sus mayores mentiras en sus lemas oficiales: en Francia, afirmaba, ni libertad ni igualdad ni fraternidad; España, ni una ni grande ni libre; EEUU, ni una sola nación ni bajo ningún dios.
Esta ocurrencia se puede extender a todo tipo de ámbitos: los lemas de las empresas, por ejemplo (el «No hagas el mal» de Google me viene de inmediato a la mente), o los nombres de los partidos políticos, que llegan al extremo de expresar exactamente lo contrario de lo que son: las élites que se hacen llamar «populares», los burócratas y universitarios que se dicen «obreros», las coaliciones en constante escisión que se declaran «unidas», la impotencia de tanta posibilidad desperdiciada o la voz de los que solo buscan silenciar.
¿Y no encontramos este mismo tipo de dinámica en nuestras interacciones personales? Cuanto más insiste una persona en algo, menos credibilidad nos merece. Ese amigo que nos habla una y otra vez de lo satisfecho que está con su vida solo consigue hacernos sospechar que es profundamente infeliz; o el tipo que se queja de las muchísimas horas que trabaja y de que todas las responsabilidades recaigan sobre él y que nos indica de este modo que debe de ser un compañero ineficiente y desorganizado. Recuerdo a este respecto a Richard, un jefe que tuve en un pub de Londres, un veinteañero modernillo y fiestero que, viendo el volumen de Kant que yo leía entre servicio y servicio en la cocina, me declaró, muy solemne: “Oh, I just love books!” Molly y yo nos estuvimos burlando durante años de aquel amor genérico hacia cualquier objeto encuadernado.
La afirmación enfática de una virtud («¡oh sí, yo soy siempre así, no puedo evitarlo!») nos lleva directos a la conclusión contraria. El razonamiento que nos hacemos es: «Necesitas convencerme a mí para convencerte a ti mismo».
Dice Freud en Verneinung (un ensayo menor citado por Lacan), que toda negación es la admisión de una afirmación subconsciente, pero aquí parece que el principio podría aplicarse también a cualquier forma de expresión. Como si, digamos lo que digamos sobre nosotros mismos (y siempre estamos hablando de nosotros mismos), estuviéramos «mintiendo» en alguna medida. Como si «en el fondo» conociéramos a la perfección todas nuestras carencias y nos dedicáramos, en «la superficie», frente al espejo de la mirada de los demás, a disimularlas con más o menos pericia.
Esta imagen tan poco generosa de lo que somos nos deja tambaleándonos entre el fraude y la desnudez, siempre a punto de ser descubiertos y expuestos, por otros o por nosotros mismos. Es una imagen que produce ansiedad y que tiene su base en una simplificación topográfica de los procesos psíquicos, que fetichiza lo oculto como más real que lo aparente.
De acuerdo, Richard no leía más de cinco libros al año, si acaso llegaba a tantos, pero aquella declaración de amor no era solo fachada, «fantasmada», una forma fácil de atribuirse un valor de palabra que no estaba dispuesto a respaldar con hechos, sino que iluminaba además amplias áreas de su ser. Descubrí algo más adelante que era hijo de un juez, algo que divulgaba con evidente orgullo: es decir, aunque él mismo trabajaba en un pub, aunque no había terminado sus estudios ni podría encontrarse más alejado del ámbito académico, procedía de un entorno donde evidentemente se valoraban en alguna medida este tipo de asociaciones.
Él y su hermano, por cierto, me apodaban «the professor» por los libros que traía al trabajo (un apodo que a mí no me disgustaba nada, aunque sabía que contenía una burla), lo cual creo que revelaba la relación ambigua que mantenían ambos con todo lo intelectual: necesitaban burlarse porque no podían ni ignorarlo ni, tratándose de algo que percibían como una carencia propia, respetarlo. A la camarera sueca, por ejemplo (una rubia de 25 años a la que envejecía mucho un cinismo de alcohólica veterana), no le importaba nada qué estuviera yo leyendo, ni para bien ni para mal. Kant o una novela rosa le daban exactamente lo mismo.
Ahora bien, si Richard valoraba tanto «los libros», ¿por qué no leía más? Aquí hay que tomar sus palabras en un sentido absolutamente literal: recordemos que no afirmó en ningún momento que amara leer. Ese amor profesado por «los libros» del que Molly y yo nos burlábamos era en realidad una expresión precisa de sus aspiraciones. Seguramente la casa de su padre se encontrara repleta de volúmenes que nadie leía, y eso, las asociaciones que proporcionaban, el aire, la atmósfera, la estética, los vínculos con una clase social «respetable» y un vago revestimiento cultural era lo que amaba Richard.
Lo cual no significa, evidentemente, que no estuviera mintiendo un poco, como mienten un poco los partidos políticos, las empresas y las naciones cuando nos deletrean en sus eslóganes qué es exactamente lo que quieren que pensemos de ellos. Lo que sucede es que una mentira no es la negación de una verdad, sino la expresión de una culpa, de un valor en crecimiento, la prueba tentativa de identidades posibles.
No somos substancias, sino proyectos, procesos en marcha hacia ideales siempre provisionales. Ciertos ideales de Richard (una habilidad empresarial y organizativa, ser popular y juvenil, etc.) se habían ido substanciando con los años, mientras que otros (su «amor» a los libros, por ejemplo), habían permanecido en un estado gestacional, suficientemente presentes como para ser expresados, pero no lo suficiente como para invertir energía en su desarrollo. Si cuando Richard hablaba de su amor por los libros, las personas a las que respetaba le hubieran tomado la palabra (o si se la hubiera tomado el mundo en forma de dinero y oportunidades), este amor habría continuado evolucionando y Richard habría llegado a ser librero o bibliotecario; quizás, algún día, incluso habría llegado a leer. El mundo y las personas que le rodeaban, sin embargo, premiaron otros de sus valores tentativos.
Yo mismo me encuentro aquí acumulando palabras, insistiendo con ellas en una esencia que quiero imponerle al mundo. ¿Qué he dicho hasta aquí? He comenzado contando que tengo amigos interesantes con opiniones ocurrentes, he dejado caer, como quien no quiere la cosa, que realicé trabajos manuales en Londres en mi juventud, he citado a Freud por intermediación de Lacan, he revelado que leía a Kant en la cocina e insinuado que, al contrario que Richard y la mayoría de mis lectores, yo sí que termino más de cinco libros al año. Es decir, he dicho: «Soy una persona interesante, leída y viajada, con experiencias en muchos ámbitos y con ideas originales. Tengo el derecho a la palabra y otros deberían escucharme».
Una afirmación que se encuentra, como todas, en proceso de convertirse en «verdad», y a cuya «verdad» contribuye en una pequeña medida el simple hecho de haber sido escrita… y leída.
Erudiciones prescindibles (Name dropping)
Me sorprende en Derrida su aceptación de Freud. Independientemente de que Freud mismo negara la substancialidad topográfica de su Santa Trinidad, de que dijera que un deseo no se «copia» de una zona a otras, el mero concepto de salud (irrenunciable en una terapia) implica un anclaje en procesos supuestamente naturales y eternos. «Salud» es la palabra del siglo XX para «salvación».
En Freud, lo oculto es más verdadero que lo manifiesto, lo cual negaría la idea de la traza de Derrida, el eterno desplazamiento sin centro de una traza a otra. El concepto de verdad en Freud es muy tradicional y está muy presente en toda su teoría.
Pero además, la apelación de Freud a la civilización como enfermedad (El malestar de la cultura), ¿no es idéntica a la que critica Derrida en Rousseau? ¿No se encuentra igualmente envenenada de metafísica?
Por supuesto, todos los herederos de Freud (Lacan, Žižek) caen en los mismos presupuestos. Desde la primera frase de un artículo reciente sobre Station Eleven, Žižek nos habla por ejemplo de la «perversión globalizada de nuestra época». Toda perversión implica un punto de partida que pervertir, una inocencia que mancillar, un Edén primigenio.
Podríamos hablar de la perversión sin origen, es decir, de una cadena infinita de perversiones. Pero entonces, ¿por qué insistir en un término con carga moral? ¿Por qué no llamarlo simplemente «movimiento» o «desplazamiento»? Por otro lado, las intenciones morales, taxativas, de Žižek son evidentes.
Yo creo que es posible un discurso sin metafísica, que es el que estoy ensayando aquí: consiste en la descripción, desde una localización concreta y admitida, de los desplazamientos que se perciben en las modulaciones del valor.
Mi cerebro es real, como lo son sus manifestaciones en forma de textos que se quedan un poco obsoletos desde el momento mismo de su inscripción como traza de mi actividad mental. Que se encuentre vivo y en movimiento no es algo negativo que impida su manifestación ni niegue su porción problematizada de «verdad», es decir, su capacidad de influir en la definición cambiante de este término y su verse formado a partir de la estructura general.
Ver la impermanencia como negación es sufrir nostalgia de la metafísica, de la eternidad. Cuando, desencantados de la noción de una verdad absoluta, temerosos quizás de equivocarnos de nuevo, decimos que no queda más alternativa que la deconstrucción o las afirmaciones tachadas, nos perdemos la posibilidad de una verdad (una construcción) parcial y en movimiento.
Entre las mentiras obvias de los eslóganes oficiales se me olvidó una de las más crueles: la “Fuerza Israelí de AUTODEFENSA”. Recordado hoy mientras veía “No other land” en uno de los cines de Minneapolis en los que, a pesar de todos los obstáculos, está siendo mostrada.