20. Iniciaciones, o cómo se cultivan el gusto y la identidad
Los libros que leemos forman parte de las personas que estamos tratando de ser, y nuestra opinión de ellos varía con nuestra identidad
Hay un conjunto de autores que llegaron a convertirse en los 80 y los 90 en algo así como un canon alternativo para hombres adolescentes, blancos y descontentos: Salinger, Hesse, Henry Miller, Kerouac, Burroughs, Bukowski… Nombres que hoy, a muchos, nos causan algo de sonrojo, que confesamos raramente y entre disculpas. En 1990 yo creía que las lecturas de las que me iba a avergonzar en el futuro serían las de Stephen King y Dean Koontz, y sin embargo, en el 2025, arrastrado por la cultura del “pop-optimismo”, de la afirmación desacomplejada de placeres inanes, el nombre que más me cuesta pronunciar en público es “Hermann Hesse”.
En este punto, debe de haber algunos lectores (yo sé al menos de uno) que se estarán preguntando qué tienen de malo estos autores, de qué hay que avergonzarse aquí. Otros, sin embargo, se reconocerán en la incomodidad, y quizás se hayan encogido un poco ante uno o varios de estos nombres. Aun otros, probablemente otras (porque estos autores masculinos, de prosas con frecuencia repletas de sexismo y bravuconadas, ejercieron una fascinación mucho menor entre las mujeres), recordarán al amigo o la pareja que les hizo leerse El lobo estepario o El guardián entre el centeno o En el camino para darse aires de intelectual o, peor, para juzgarlos, para ver si daban la talla.
Mi primer contacto con ellos llegó a través de mi padre, al que recuerdo en una sobremesa de primavera leyéndonos el primer capítulo de Demian a mi madre y a mí. Yo debía de tener unos ocho años, y no averigüé cómo continuaba la historia hasta tres años más tarde, cuando mis padres, en lugar de leerse libros el uno al otro, estaban tirándoselos a la cabeza. A lo largo de la década siguiente, me iba a releer Demian en otras diez ocasiones y, junto a él, la obra completa de Hesse. En 1989, el bibliotecario del pueblo, un tipo joven de gafas rectangulares y pelo rizado que se parecía un poco a Bolaño, me veía sacar un libro tras otro con curiosidad irónica.
No quiero desdeñar lo que extraje de aquellos libros. A riesgo de sonar nostálgico y hessiano, admito que me abrieron un mundo de posibilidades y misterio, de poesía y pensamiento. Sugerían un horizonte más allá de las limitaciones de mi vida cotidiana, más allá de mi pueblo, de mi inmadurez o mis inseguridades, donde uno podía labrarse una identidad que escapara a los patrones habituales, al “estudia – trabaja – gana dinero – ten hijos – muere calladito” del mainstream, y en el que pasaban por virtudes todas aquellas características que se consideraban defectos a mi alrededor. Que uno prefiriera los libros a los deportes, la inteligencia a la fuerza, o que fuera ignorado por las chicas populares, se convertía, bajo la perspectiva de aquellos libros, en una marca de distinción (las chicas inexplicablemente no-populares sí se verían atraídas por uno, si es que tenían el criterio adecuado, y por eso les prestaba uno aquellos libros, para que lo reconocieran).
Demian comienza con una historia de humillación y fragilidad (el capítulo que nos había leído mi padre a mi madre y a mí) y procede a narrar el ascenso del protagonista, Emil Sinclair, a una posición de fuerza y autonomía conquistada a través de aventuras intelectuales (el único tipo de aventuras para las que yo, niño timorato, me veía capacitado). Ningún lector quería parecerse a Emil, porque Emil, débil e infeliz, era ya uno mismo: lo que queríamos, como lo que quería el propio protagonista, era parecernos a Demian, el niño misterioso, poseedor de vagas características de poder, que Emil conoce en el colegio.
A Demian se lo describe siempre en términos indefinidos pero elogiosos: hay “algo” especial en su mirada, señales innombradas de una inteligencia superior, es “maduro” como un adulto (aunque no se nos dice en qué consiste esta madurez), tiene una “personalidad muy definida” (sin que, sin embargo, el narrador la defina). Es decir, Demian es un tótem, una máscara, un fetiche. Un héroe al que emular, no al que comprender. A lo largo de mi adolescencia, me recuerdo releyendo una y otra vez los pasajes en los que aparecía Demian para intentar averiguar, sin éxito, qué formas de comportamiento lograrían inspirar parecido respeto. Solo se me ocurría mostrarme reservado, serio o incluso arisco, emitir señales de una masculinidad severa, impenetrable. La palabra “inteligencia” resonaba para mí con un poder especial, reforzaba aspiraciones heredadas del entorno familiar, pero no terminaba de concretarse en nada.
El primero en afearme mi gusto por Hesse fue Paolo, un compañero italiano de piso y universidad algo mayor que yo que andaba obsesionado con fantasías de übermensch de provincias: admiraba al fascista Umberto Bossi, líder por entonces de la Liga Norte, y su filósofo de cabecera, quizás el único, era por supuesto Nietzsche –aunque despreciaba su celibato y su locura, aquel abrazo final al caballo de Turín. Su actor favorito era Jack Nicholson, y recuerdo que salió furioso del cine después de ver Mejor imposible porque, en ella, el personaje habitual de su ídolo, el misántropo sarcástico y brutal, acaba siendo desmontado, enternecido, “humanizado”, por las personas que le rodean. No voy a exagerar los cuestionables méritos de aquella película, pero representaba perfectamente una tendencia (que no ha hecho nada más que ganar ímpetu desde entonces) a problematizar los tipos de masculinidad que tanto importaban a Paolo. Paolo, sin necesidad de hacer grandes análisis, se sentía herido por aquella representación, traicionado por Nicholson.
Y Hesse, por supuesto, le resultaba afeminado. “¡Ay, las florecitas del campo!”, se burlaba, aflautando la voz. Hesse para él no era serio, era lírica sin contenido, vendía música y mística, salvación y autoayuda, cuando todos sabíamos, a estas alturas de la partida de la humanidad, que estábamos perdidos. Con “las florecitas del campo” quería decir: un discurso naif y trillado para niños, maricones y mujeres. Lo masculino, lo fuerte, lo valiente, lo viril era admitir la falta de sentido.
Más adelante me encontré la crítica opuesta, la que acusaba a Hesse de ser sexista y etnocéntrico: no tanto, desde luego, como un Henry Miller o un S. Thomson, pero qué duda cabía de que sus personajes femeninos, cuyos únicos intereses se circunscriben a las cuitas del hombre protagonista, carecían por completo de entidad, o de que el Pablo de El lobo estepario, con su sabiduría de animal simple y noble, natural, representaba el tropo del “negro mágico” (magical negro), esa figura recurrente de la ficción blanca en la que solo aparecen personas de otras razas para dar un consejo oportuno al personaje principal, extrayendo su “sabiduría” de la mera alteridad.
Ambas críticas contienen grados de verdad, y señalan el problema de fondo no solo con Hesse, sino con todos aquellos autores que fueron populares durante los años de la contracultura y que la generación X heredó de los baby boomers con visos de canon. Y es que todo ellos suponen una mera reacción por oposición a la cultura hegemónica desde el interior de esta, y resultan por tanto en la creación de una dualidad, en lugar de una multiplicidad. Es decir, puesto que, a pesar de ser hombres, blancos y heterosexuales, ni ellos ni sus lectores pertenecían al grupo de los “bien adaptados”, de los ganadores del capitalismo, respondían todos negando el valor de los que sí se habían adaptado (la “masa” de Hesse, los “burgueses” de los beats, los “phonies” de Salinger) para ensalzar el valor propio sin más argumento que la pura oposición. Una oposición que, por su propia dialéctica, dejaba en un plano secundario al resto de contendientes en la lucha por el reconocimiento: otros géneros, otras razas, otras sexualidades.
Evidentemente, no basta con oponerse a la hegemonía para construir un pensamiento crítico, porque el pensamiento que se construye por oposición depende por entero de su opuesto, es un pensamiento de sombra. Benito, mi otro compañero de piso de la universidad junto a Paolo, formó un grupo de punk en su pueblo con un nombre que lo dice todo: “Los reyes del no”. Solía contar entre risas que la primera canción les salió sola, pero que nunca consiguieron componer una segunda. Como ellos, los autores de la contracultura cantaban una y otra vez la misma tonadilla repetitiva, que se parecía mucho más de lo que ninguno de ellos podía imaginarse a aquello a lo que creían que se estaban enfrentando.
Hoy la alternativa emerge en cambio de la cacofonía de base de las infinitas voces de la red. En un sistema de comunicación pública mucho menos estratificado, que mina poco a poco pero sin cesar las formas de representación aún hegemónicas, ha dejado de bastarnos la simple negación. En lugar de punk, de gritos de “no” lanzados en tres acordes y ritmos de pataleta por cuatro hombres blancos y descontentos, la riqueza sonora y cromática del mestizaje: las melodías frigias de la cantante palestina Amal Murkus estructurando un rap del puertorriqueño Residente, por ejemplo, o la combinación de músicas latinas, urbanas (es decir, afroamericanas) y folclóricas de Rosalía.
Los hombres de la contracultura decían: “los valores de la cultura hegemónica, sus aspiraciones e ideales, son falsos e injustos y están diseñados para esclavizarnos en la persecución de significantes vacíos (la riqueza, el éxito profesional, la familia nuclear) a los que no todos tenemos acceso. El valor real consiste en rechazarlos (es decir, pero esto en voz baja, en ser como nosotros)”. Lo que se descubre y activa en las alternativas actuales no es solo el valor del rechazo, sino los modos infinitos en que el valor mismo es construido, en que nos lo contagiamos los unos a los otros de un modo creativo, productivo, a través de genealogías impredecibles que pueden proceder de todos los rincones del planeta. Que la liberación no es el rechazo, sino la construcción de variedad, no solo el permiso que nos otorgamos para ser diferentes, sino la generación activa de diferencia.
En estos nuevos modos, en esta amplitud, incluso ese hombre blanco y descontento de los 90 (yo mismo, Paolo, Benito, todos los demás) ocupa un lugar aceptable e inteligible. Solo que ya no, como él habría deseado, privilegiado.
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