11. Lolitas, o cómo la literatura crea la realidad a través del deseo
De la creación del concepto de Lolita en la ficción de Nabokov a su uso como justificación por parte de pedófilos reales
En el verano de 1976, Gerry Fremlin, el segundo marido de la Nobel canadiense Alice Munro, se quedó a cargo de Andrea, la hija de 9 años de esta, mientras Alice se encontraba de viaje. Alice y Gerry dormían en una habitación con dos camas, y Andrea le preguntó si podría dormir en una de ellas. Según cuenta Rachel Aviv en un reportaje del New Yorker, Gerry respondió: “No se lo digas a tu madre…” . Cito el resto del pasaje del artículo:
Gerry se desvistió y se metió en la cama. “Mientras leía tumbado”, escribió más adelante en una carta, “se me ocurrió que Andrea estaba interesada en mí sexualmente y tuve una erección. Aparté el cobertor para que ella la viera y comencé a tocarme. Estaba seguro de que me estaba mirando, pero no lo comprobé”. Poco después sintió un “vago disgusto de sí mismo”, así que apagó la luz y se durmió.
A la mañana siguiente temprano, “de nuevo pensé que Andrea debía de estar interesada en mí sexualmente y me metí en la cama con ella”, escribió. “Yo sé que existen las Lolitas, y sé que, si no me ando con cuidado, puedo responder a ellas como un Humbert Humbert”. Puso su pene erecto en la mano de Andrea y le frotó la vagina con la mano. Andrea fingió estar dormida.
[…] Durante el resto del verano, cuenta Andrea, cada vez que se encontraban a solas en su camioneta, Gerry se sacaba el pene de los pantalones y lo dejaba expuesto. “Andrea y yo teníamos un secreto culpable”, escribió Gerry en la carta. “Pero a mí me pareció que éramos muy amigos”.
Gerry defenderá durante el resto de su vida que es Andrea, la niña de 9 años, quien le sedujo a él. Antes de que el asunto se destape, argumentará de forma casual, como quien expone una idea original y atrevida, que a lo largo de la historia, antes de esta “época puritana”, ha sido natural verse atraído sexualmente por niños, y citará como pruebas el Lolita de Nabokov y un pasaje de Faulkner.
Recurre a Nabokov en numerosas ocasiones. Cuando teme que todo salga a la luz, Gerry amenazará con hacer públicas fotografías, según él, muy “elocuentes”: “Una de ellas, tomada en Australia, en la que Andrea posa como una Lolita en una cuna, otra en la que lleva puesta mi ropa interior” (que Andrea sonría en las fotografías de esta época es uno de los argumentos que, a lo largo de los años, utilizará la familia para restarle importancia a todo el asunto y poder continuar viviendo como si no hubiera sucedido nada). En otro pasaje, afirma: “No siento que sea un degenerado por haber sido excitado por una nínfula”. “Nínfula” (nymphet) es el término con que designa Humbert Humbert, el protagonista de Lolita, a las niñas preadolescentes.
Yo creo que Nabokov, como muchos autores de su época, tenía miedo del psicoanálisis, que representaba para un narrador un doble peligro. Por un lado, el riesgo de estar cometiendo errores, de estar atribuyendo a sus personajes motivaciones que no se alineaban con los últimos “descubrimientos” sobre la naturaleza humana: de pronto, especialmente en el EEUU que, para la irritación de Lacan, acababa de popularizar a Freud, parecía que hacía falta un certificado de la Asociación Psicoanalítica de América para atreverse a escribir una obra de ficción.
El otro peligro, que creo que Nabokov temía mucho más, era el de ser analizado a través de sus textos. La utilización del psicoanálisis en la crítica cultural y literaria era una tradición instaurada por el propio Freud y que proliferaba en los 40 y 50. Desde las tribunas de una autoridad inasequible a la crítica (no solo el psicoanálisis no es falsable, sino que toma además cualquier intento de refutación como una prueba de sus aciertos), utilizando una jerga de resonancias académicas, cualquier autor relevante podía verse acusado de un complejo de castración no superado, de desear sexualmente a su madre o de tener una fijación con sus heces. Aunque el diagnóstico del psicoanálisis se pretendía clínico, ha tenido siempre implicaciones vergonzosas o culposas (el auge de la psiquiatría farmacológica y de la muy cuestionable “teoría del desequilibrio químico” a partir de los 70 resulta en gran medida de la reacción de los familiares de enfermos mentales al lenguaje analítico, véase por ejemplo la historia fundacional de la influyente organización NAMI).
Algunos autores respondían a estos dilemas con humildad o cautela, pero el orgullo de Nabokov producía actitudes combativas. De entre sus numerosas puyas a Freud, me quedo con esta afirmación que hizo en una entrevista de 1968:
¿Por qué iba yo a tolerar a un perfecto desconocido junto a la cama de mi mente? No tengo ninguna intención de soñar los grises sueños de clase media de un excéntrico austriaco con un paraguas viejo.
El lenguaje de Nabokov es siempre barroco y divertido, pero me gustaría destacar los numerosos significantes de clase que introduce en tan solo dos frases: no solo la evidente “clase media”, sino también el paraguas viejo, el gris, o el hecho de ser un “perfecto desconocido” que tendría que ser “tolerado”. Nabokov se pinta a sí mismo como decididamente aristocrático en su desdén por el “excéntrico austriaco” (usa la palabra crack, sospecho que por su proximidad con quack, “curandero”), una aristocracia que juega a su vez con varias connotaciones implícitas: la genérica del exiliado ruso (todos Romanovs en potencia en el EEUU de la época; Nabokov se burlará en Lolita, a través de la pobre Charlotte, de la admiración aspiracional y clasista que muestra la clase media norteamericana por los europeos), la concreta de su abolengo familiar y, sobre todo, la del artista, que en su suprema libertad considera que no tiene por qué rendir cuentas ante nadie. Nabokov produce sus obras como un prestidigitador de la palabra para el asombro general, quién es ese austriaco gris para venir a observarlo desde atrás y contarle lo que ve al resto del mundo.
La furia de Nabokov procede del temor a no controlar su propia narrativa, quizás el temor fundacional de la literatura. Su defensa, nada sorprendente, consiste en rebajar al enemigo ante los ojos del público, en negarle autoridad. Freud no es serio porque no es un artista ni puede por lo tanto comprenderlos (¡si ni siquiera comprende en qué consiste la elegancia, como evidencia ese viejo paraguas que Nabokov le acaba de poner en las manos!) y porque no procede de una “buena” familia (lo cual vuelve sus motivos sospechosos, su educación, precaria, y el alcance de su imaginación, estrecho).
En su obra despliega otros métodos más sofisticados, fundamentalmente la parodia (la ironía en general) y los juegos especulares, pero que buscan el mismo objetivo: hacer dudar de sus intenciones “reales” a cualquiera que se asome a sus novelas para buscarles significados alternativos o indeseables, a cualquiera que haya venido aquí a meter las narices en su intimidad (en su cama, la de su mente o la que comparte con Véra, a quien dedica todos sus libros).
El miedo de Nabokov a que se lea en sus novelas algo diferente de lo que él cree que ha escrito es comprensible, pero conduce a la pregunta: ¿cómo quiere Nabokov ser leído? ¿Cuáles son, sin psicoanalistas de por medio, sin intenciones subconscientes, sus intenciones manifiestas?
Lolita se abre en la larga tradición del manuscrito encontrado, con la introducción de un editor ficticio que afirma que, aunque el relato es amoral y está repleto de malos ejemplos, se siente en la obligación de darlo a la imprenta para que sirva de lección y aviso a un público incauto. Por su proximidad en tono e intenciones, a mí me recuerda al Justine de Sade y a La familia Pascual Duarte de Cela. Como en ellas, el “editor” y sus lectores bienpensantes representan el tipo exacto de estrechez de miras, de vulgaridad moral e hipocresía que el autor desea ridiculizar.
El protagonista, en contraste, se escapa siempre, por su excelencia o su abyección, de la medianía a la que pertenecen editor y público, y en su huida hace del autor un ser igualmente excepcional. Sade se eleva a sí mismo sobre la moral “vulgar”, que destruye desde las alturas como un bombardero humano con los estallidos desproporcionados de sus fantasías sexuales; Cela pretende haber superado cualquier rastro de sentimentalismo o inocencia (es el anti-Galdós), porque no encuentra a su alrededor nada más que crueldad e ignorancia; y Nabokov… Nabokov, monógamo incorregible que dedica todos sus libros a su querida esposa, está aquí burlándose, entre otros objetivos menores, de las concepciones románticas del amor pasional. Del mismo modo en que Gerry Flemlin insiste en que fue Andrea quien lo sedujo a él, Humbert Humbert insistirá hasta el final de la novela y de sus días en que esta es una historia de amor (en lugar de una historia de abuso y lujuria).
Sade se representa a sí mismo en sus protagonistas, en lo que yo llamaría el grado 1 de la literatura, donde habitan la mayoría de los diletantes. El autor quiere que nos hagamos una idea de quién es y se nos presenta disfrazado de personaje para lograrlo. Cela y Nabokov, más avanzados, pertenecen al grado 2, que asume que el lector sabe que se encuentra ante una ficción (de ahí la paradoja de que el “realismo” insista tanto en señalar que es ficticio), y que por lo tanto juzga al autor no según sus personajes, sino como el ser capaz de haberle dado cuerpo a la obra total. (El grado 0, dicho sea de paso, no existe).
Nabokov nos dice: sí, sé en qué consiste el deseo, puedo igualar y superar en su expresión a los poetas más sentimentales y consagrados, pero pongo estos versos, estos sentimientos exaltados e idealizantes, en boca de un degenerado para burlarme de ellos. Por el camino, de paso, nos muestra (en una actitud que sí comparte con su protagonista) sus aires aristocráticos y su dominio del inglés.
Es decir, hable de lo que hable, y aún más cuando se pretende “ausente”, el autor está siempre intentando proyectar una identidad. Evidentemente, Nabokov no defendía la pedofilia, pero tampoco creo que le preocupara mucho. Lo que sí le preocupaba, como monógamo empedernido, era ser acusado de algún tipo de inadecuación sexual, de una libido insuficiente o de ver en Véra a su madre, y esa es otra de las razones por las que escribe Lolita, para demostrarle al mundo que conoce mejor que los psicoanalistas en qué consiste el deseo masculino.
Pero cuando lo lee Gerry Fleming, o cuando la historia alcanza a través del cine y el lenguaje coloquial a millones de hombres que ni siquiera tienen por qué verse atraídos por niñas, lo que queda es la noción de que existe un fenómeno llamado lolita: la niña precoz, el deseo sexual infantil que, por cierto, el psicoanálisis ha sido el primero en proponer. No es que Gerry no comprendiera que Lolita era una crítica y no una defensa de la pedofilia, porque Lolita no fue nunca ni crítica ni defensa: a Nabokov la pedofilia simplemente le daba igual. Gerry comprende perfectamente el mensaje central (la superioridad del cinismo frente a las convenciones, el derecho a cuestionar la moral de la clase media, el atractivo de los aires aristocráticos del outsider), y se apropia, junto con el resto de la sociedad, de lo que para Nabokov es solo artefacto (la idea del deseo preadolescente).
Pero entonces, ¿existen la lolitas? No, existe la dinámica de la lolita, que podemos comprender a través del caso de Gerry y Andrea, y que yo creo que daría para una novela mucho más radical que la de Vladimir, aunque probablemente menos divertida.
Alice Munro conoció a Gerry en la universidad, cuando él era un tipo popular, “atractivo y peligroso”, y ella una chica tímida que lo admiraba sin esperanzas. No volvieron a encontrarse hasta más de veinte años después: para entonces ella, ya autora de renombre, se había divorciado de Jim Munro, con quien había tenido tres hijas, mientras que él, que había permanecido soltero, había tomado una jubilación anticipada y estaba cuidando de su madre enferma. Las dos hijas mayores de Alice se habían independizado ya, y la pequeña, Andrea, comenzó a pasar con ellos los veranos.
Lo primero que hay que hacer notar aquí es que Alice mantenía por Gerry el tipo de admiración, digamos adolescente, que había sentido en la universidad. Se ve ante él como insuficiente e inadecuada, una impresión que él refuerza a la menor oportunidad. La percepción que él tiene de sí mismo también abunda en esta dinámica, a pesar de que la autora de renombre, la acreedora de méritos, es ella y no él. Gerry fue piloto de bombarderos en la II Guerra Mundial con las Fuerzas Aéreas de Canadá, y cultiva esa imagen de hombre intrépido, “atractivo y peligroso”, tanto en actividades físicas como intelectuales. En las fiestas a las que acude con Alice, es él, y no la futura Nobel de literatura, quien se hace con el centro de atención.
Por lo que respecta a Andrea, este es el modo en que la describe Rachel Aviv:
Andrea era una niña alegre y aventurera, cuya película favorita era Las aventuras de Grizzly Adams, sobre un leñador y pionero de la conquista del Oeste que sobrevive en las montañas con la única compañía de los animales salvajes. Durante los veranos en Clinton, Andrea pasaba muchos días en la granja de cerdos de unos vecinos. Caminaba descalza por caminos de grava con la esperanza de que se le encallecieran las plantas de los pies por si alguna vez se perdía durante días en el bosque.
Con este mínimo de información, podemos ya aventurar una hipótesis sobre qué direcciones han tomado los flujos del valor, es decir, sobre las dinámicas que se dan entre estas tres personas. Por lo que respecta a Alice, es más que probable que haya alentado, probablemente sin siquiera pensar en ello (de un modo in-consciente) la complicidad de Andrea con Gerry. Andrea, al contrario que su madre, es “alegre” y “aventurera”, es decir, personifica algunos de los valores que Alice siente como carencias y que, como suele suceder con las aspiraciones de los padres, han pasado a su hija en forma de valores. Andrea se enorgullece de ser independiente y aspira a parecerse a Grizzly Adams porque los valores que Grizzli encarna han sido ensalzados en su entorno. Quizás vio, por ejemplo, cómo Alice admiraba la emancipación temprana de sus hermanas mayores. En cualquier caso, a través de la mirada de Alice, origen de los valores fundacionales, Andrea se ve del lado de Gerry y en contra de su madre por lo que respecta a su carácter, algo que ambos adultos están propiciando. A Alice le gusta que Andrea y Gerry se entiendan e incluso se burlen un poco de ella, porque demuestra que ella, timorata y débil, no solo se encuentra en la compañía de personas fuertes, desacomplejadas y aventureras, sino que es capaz de engendrarlas. Gerry también recompensa la complicidad de Andrea: por ejemplo, le dice que ella, al contrario que su madre, podría haber formado parte del clan de los pilotos de bombarderos durante la guerra, y qué otra cosa le habría gustado más escuchar a la niña que quisiera ser una leñadora en el Oeste.
Gerry extrae de su relación con Alice un prestigio intelectual vicario (si a Alice la débil le satisface verse unida a un hombre fuerte, a Gerry, el geógrafo que nunca termina de escribir su libro indescifrable, le satisface la luz de inteligencia que recae sobre él al verse a su lado). ¿Y qué extrae de su relación con la niña? Precisamente la medida en que Andrea representa el contrario de Alice. Porque si con Alice ha ganado credibilidad intelectual, ha perdido algo del aire de conquistador, de hombre atractivo y vital, porque Alice es una mujer de mediana edad con tres hijas crecidas que le había interesado muy poco en su juventud. La complicidad (y estoy usando este término en su sentido estricto, en la simpatía que Andrea le muestra en un inicio) de la niña atrevida y abierta, le permite sentirse todavía atractivo, juvenil e intrépido.
Antes de entrar en la cuestión del abuso, creo que es importante afianzarse en estos flujos del valor que le sirven de sustento. Hay aquí un sistema estable, donde cada uno de los tres protagonistas extrae valoraciones identitarias positivas de sus interacciones con los otros dos, con la particularidad de que la identidad de uno de ellos, Andrea, se halla todavía en un estado muy maleable (toda identidad es siempre maleable, pero se va estabilizando a lo largo de la vida).
Suele considerarse el deseo sexual como una pulsión primitiva, “natural” o biológica, en cualquier caso no-mediada, tanto desde la psicología como desde la opinión popular. Pero lo cierto es que nuestros enormes cerebros evolucionaron en paralelo, a lo largo de cinco millones de años, con el alargamiento de nuestra infancia (es decir, con el retraso de nuestro despertar sexual), ambos fenómenos únicos en el mundo animal. No digo que la base del deseo sexual no sea biológica, pero sí que la forma concreta que toma su objeto se halla mediada por el aprendizaje –por el valor. Aprendemos a quién debemos desear a través del tipo de persona que se valora en nuestro entorno, con el matiz crucial de que no deseamos a los deseables, sino a quienes nos vuelven deseables a nosotros mismos, a quienes nos permiten ser la persona que hemos aprendido a querer ser. El deseo es un espejo, aunque no porque nos deseemos a nosotros mismos (no es simple narcisismo), sino porque nos deseamos en el ser con el otro.
Es decir, no creo que la atracción que sentía Gerry por una niña de 9 años suponga una aberración biológica, sino un fenómeno psicológico que tiene que ver con el modo en que se veía a sí mismo. Es difícil realizar conjeturas con tan poca información, pero hay dos cuestiones que me parecen claras: por un lado, esa idea de ser un pensador crítico, no sujeto a convenciones, sorprendente y atrevido, y para la cual busca la complicidad de Nabokov y de Faulkner. Por otro, el ser-deseado. En su propia descripción del abuso inicial, él admite que lo que le excita es la idea de resultarle atractivo a la niña. “Se me ocurrió que Andrea estaba interesada en mí sexualmente, y tuve una erección”, dice. El deseo se compone en gran medida de proximidad y reciprocidad, y circula por los canales abiertos por las aspiraciones identitarias. “Sentí un vago disgusto de mí mismo”, dice también, porque no está seguro de querer ser el tipo de hombre que se expone ante una niña. Pero para la mañana siguiente se ha convencido de que ese “disgusto” es timorato o convencional, y por lo tanto un contravalor, impropio del hombre que cree/quiere ser.
Por lo que respecta a Andrea, lo que Gerry ha interpretado como deseo sexual es en realidad solo ese deseo de proximidad, de complicidad, que la exalta como niña independiente y aventurera. El abuso de Gerry la pilló por sorpresa, pero siendo el sexo algo que todavía no tenía para ella una carga semántica importante, no destruyó por completo su relación: las dinámicas que he descrito antes, aunque ahora enturbiadas por la confusión de un comportamiento que Andrea no termina de comprender, se mantienen todas en su lugar, y esto explica que Andrea sonría en las fotografías o que se preste todavía a bromear con Gerry.
Ahora bien, una vez que se da su despertar sexual, es decir, conforme, en los años siguientes, Andrea comienza a aprehender todos los poderosos significantes asociados al sexo, comienza también a preguntarse cómo encaja ella en ese terreno dada su historia con Gerry. La confusión se vuelve “trauma”, una contradicción difícil de reconciliar con los valores de su identidad. ¿Quién soy yo para que me sucediera aquello? ¿Una traidora a mi madre, una lolita, una víctima? La niña adolescente y la mujer adulta se debate ahora entre palabras poderosas, es decir, con enorme potencia valorativa. “Víctima”, la menos gravosa de todas, no puede ser fácil de asimilar para la niña que aspiraba a parecerse a Grizzly Adams, a ser independiente y saludable y salvaje. Gerry la ha colocado sin permiso en una posición imposible de la que solo podrá salir con un proceso lento de reconstrucción. Necesitará adoptar una identidad que dé cabida a toda su experiencia, que le permita pensarse sin desvaloraciones ni contradicción (un logro casi imposible para el cual ayuda mucho la distancia temporal, el alejarnos de nuestro ser infantil para tratarlo en alguna medida como ajeno).
* * *
Hay que darle crédito a Nabokov (no sería el gran escritor que es si el comportamiento de sus personajes no resultara creíble) por evitar en Dolores las motivaciones sexuales como reducción biológica. Dolores se siente atraída inicialmente por Humbert Humbert porque se parece a un actor, es decir, porque cree que una relación con él la pondría a ella al nivel de las actrices de Hollywood que aparecen en las revistas de su madre, y se presta posteriormente a sus deseos a cambio de chucherías y vestidos. Humbert sabe que está siendo manipulado, pero defiende que se trata de una “historia de amor” porque, como sin duda cree Nabokov que hacen todos los amantes, toma solo su propio punto de vista: él la desea, y basta. El amor pasional es onanista, viene a decirnos. Cuanto más infantil resulta el comportamiento de Dolores (solo quiere ir al cine y comer dulces), más ridículos se vuelven los exaltados versos de Humbert, produciendo el efecto cómico deseado (toda la poesía pasional se vuelve ridícula por extensión).
Nabokov logra su objetivo, pero lo que queda de su obra en el acervo común no es su ridiculización del romanticismo y la moral de la clase media, que contiene poco de novedoso (es la misma burla de Flaubert y tantas otras aristocracias literarias), sino el concepto de la lolita del que hombres como Gerry echan mano para creerse hombres sofisticados como Nabokov.
Notas adicionales (Alice Munro y la escritura de la identidad)
Andrea denunció a Gerry en el 2005, utilizando como pruebas las cartas que él había escrito para justificarse (la escritura como construcción de la identidad… frente a un juez). Él se declaró culpable de “abusos deshonestos” (indicent assault) y fue condenado a dos años de libertad condicional. A pesar de tratarse de la hija y el marido de la autora canadiense viva de más renombre, el asunto, misteriosamente, no saltó a la prensa.
Alice tardó años en descubrir los abusos, aunque algunos de sus relatos, famosamente autobiográficos, contienen indicios de que algo sospechaba. Cuando finalmente lo averiguó, continuó con Gerry, aun a costa de perder el contacto con Andrea.
En el 2024, unas semanas después de la muerte de Alice (Gerry murió en el 2013), Andrea publicó una nota de prensa en el Toronto Star revelando los abusos. El resultado fueron los golpes de pecho habituales: Alice fue condenada in absentia por el tribunal de la opinión pública, personas sin duda intachables que habrían hecho lo correcto en su lugar la llamaron “monstruo” desde tribunas públicas, se retiró su nombre de honores y edificios.
Andrea, en su carta al Toronto Star, dijo que había decido hacer su historia pública para que “formara parte de las historias que la gente cuenta sobre mi madre. No quería volver a ver otra entrevista, biografía o celebración que no tuviera que vérselas con la realidad de lo que me sucedió a mí, y con el hecho de que mi madre, una vez conoció la realidad de lo sucedido, decidió quedarse con, y proteger, a mi abusador”.
Andrea no buscaba que su madre fuera “cancelada”, sino problematizar su retrato público, lo cual implicaba problematizar también sus historias, que se leen ahora con una dimensión añadida, la de la historia de los abusos. Andrea forma ahora parte indisoluble e irrenunciable de la obra de su madre.
Si escribir es un acto más de construcción de identidad que se suma al resto de actos que acometemos en nuestras vidas, la escritura de Alice Munro, notoriamente autobiográfica, no puede dejar de admitir el resto de sus actos. No se trata de leer a Munro como si no supiéramos nada, ni mucho menos de dejar de leerla. Se trata de leerla más allá de lo que ha escrito, a través de la totalidad de su existencia, con Andrea, ahora, siempre de fondo. La hija a la que puso en segundo plano se convierte así en coautora de la obra total.