31. Sueños
O el subsconsciente como superficie
El primer fracaso mortal de Freud
Una noche de octubre de 1898, Freud tuvo un sueño que él mismo describe en varias ocasiones en el Traumdeutung como “hermoso”, una extraña elección de adjetivo, como veremos. Pocos días antes había acudido a la inauguración de una placa conmemorativa en la universidad de Viena en honor de su difunto amigo, mentor y benefactor Ernst Fleischl. Aunque Fleischl juega un papel crucial en el sueño y en su interpretación, Freud no nos ofrece apenas datos sobre quién era ni sobre la relación que habían mantenido, una omisión sin duda deliberada.
Ernst Fleischl von Marxow nació en 1846 en el seno de una familia poderosa de Viena. Su padre era Karl Fleischl, un banquero judío a quien el emperador Francisco José otorgó un título nobiliario, y su madre cultivaba uno de esos círculos de científicos, escritores y artistas con los que las señoras del siglo XIX daban nota a sus salones. Ernst mismo era un hombre brillante, atractivo e ingenioso, versado por igual en las ciencias y las humanidades, que a lo largo de su corta vida inventó varios aparatos de medición y contribuyó al desarrollo del electroencefalograma.
A los 24 años, mientras diseccionaba un cadáver, Fleischl sufrió una herida en el dedo pulgar, que se infectó y tuvo que ser amputado. La operación le causó neuromas extremadamente dolorosos que múltiples operaciones posteriores no lograron aliviar, y Fleischl, para soportar el sufrimiento y conciliar el sueño, acabó desarrollando una adicción a la morfina. Fue a causa del dolor que abandonó sus estudios de anatomía patológica y se pasó al Instituto de Fisiología como asistente de Ernst von Brücke, donde conoció a un joven investigador llamado Sigmund Freud.
Freud admiraba enormemente a Fleischl. Diez años mayor, elegante, atractivo, brillante y rico, Fleischl representaba la encarnación de sus propias aspiraciones: él mismo era pobre, carecía de conexiones o de facilidad social y era además, todavía, un completo desconocido. Fleischl lo tomó bajo su tutela y le presentó a Josef Breuer, con quien colaboraría en el famoso caso fundacional de Anna O. Breuer y Fleischl se convirtieron, además, en un sustento económico para Freud, que andaba siempre necesitado de dinero.
En 1883, Freud leyó un artículo en el que un cirujano militar hablaba de los efectos tónicos de la cocaína, que había sido sintetizada en 1860. Buscando algo más de información, encontró una serie de reportajes en una revista norteamericana en los que se ensalzaban sus virtudes terapéuticas, entre ellas la de desintoxicar morfinómanos. Los artículos pertenecían a una campaña publicitaria orquestada por una empresa farmacéutica, Parke-Davis, cuyo producto principal era, evidentemente, la propia cocaína, pero Freud no se percató del engaño.
Después de probarla él mismo, convenció a Fleischl de que se dejara tratar con ella de modo experimental. La mezcla de un estimulante (la cocaína) con un relajante (la morfina) resultó fatal para su paciente. Fleischl desarrolló una adicción doble que, después de años de doloroso deterioro, lo llevaría a la tumba en 1891.
En cartas a su prometida, Martha Bernays, Freud admite que su tratamiento no está dando resultados y que se preocupa por la salud de Fleischl, pero eso no le impidió publicar un artículo en el que decía haber conseguido el primer caso exitoso del continente de desintoxicación de la morfina gracias a la cocaína. Un artículo del que Parke-Davis, por cierto, se hizo eco en uno de esos juegos de retroalimentación publicitaria y generación de fake news que parecen hoy tan novedosos.
Es decir, Freud mintió, o tergiversó la verdad, porque creía haber encontrado un camino hacia el reconocimiento y la fama. El lento proceso de deterioro que acabó con la vida de Fleischl lo disuadió de continuar investigando terapias basadas en la cocaína, lo cual me hace pensar que, lo racionalizara como lo racionalizara, Freud debía de admitir en algún nivel de su conciencia un alto grado de responsabilidad por la muerte de su amigo.
El sueño de la mirada disolvente
El sueño de 1898 es breve. Comienza con una escena preliminar en el laboratorio de Brücke, en la que lo único que sucede es que Fleischl entra acompañado de varios desconocidos y se sienta a una mesa. Freud no nos dice que esto le cause ningún tipo de inquietud o afecto negativo, una omisión relevante.
En la segunda escena, la principal, también hay personas sentadas a una mesa, solo que son otras. Una de ellas, Wilhelm Fliess, no solo comparte con Fleischl las primeras letras de su apellido, sino también el hecho de que su salud preocupa a Freud (acababa de ser operado en Berlín y las noticias iniciales no habían sido halagüeñas) y de que se siente culpable hacia él (Freud creía que debería haberlo visitado en el hospital, y temía que muriera sin haberse despedido). La otra persona sentada a la mesa también está relacionada con Fleischl: se trata de Josef Paneth, otro colega de Freud a las órdenes de Brücke que falleció a una edad temprana y por la misma época (1890, un año antes que Fleischl). En su caso, sin embargo, tratándose de un investigador menor, no hubo placa conmemorativa en la universidad. Parece evidente que Fleischl se ha desdoblado en dos en el sueño: Fliess y Paneth.
Lo que sigue es una pequeña conversación. Fliess está hablando de su hermana, también fallecida: “En tres cuartos de hora, estaba muerta”, dice. Como Paneth no parece entenderle, Fliess le pregunta a Freud si Paneth está al tanto de sus asuntos. Freud quiere responderle que Paneth no está al tanto de nada, porque está muerto, pero lo que surge de sus labios es una expresión latina: “Non vixit” (“no ha vivido”). Freud, inmediatamente después, le lanza una mirada penetrante a Paneth que hace que este palidezca y se difumine, que “sus ojos se vuelvan enfermizos y azules” y finalmente acabe por “disolverse”. Esta disolución pone a Freud de muy buen humor en el sueño, porque comprende que Fleischl, en la primera escena, también había sido una aparición, y que uno puede hacer que este tipo de fantasmas se disuelvan con el poder de una simple mirada.
En su interpretación, Freud explica que esta mirada pertenecía a Brücke, su antiguo jefe y maestro, y pasa a narrar una ocasión en que Brücke lo amonestó por llegar con frecuencia tarde al trabajo. No recuerda qué palabras exactas utilizó, lo que recuerda son sus “terribles ojos azules”, la mirada irascible que le lanzó y bajo la cual él “sintió que se disolvía”.
El resto de la interpretación gira entorno a la frase latina: “Non vixit”. ¿Cómo que “no ha vivido”? Se pregunta Freud. ¿No debería haber dicho “Non vivit” (“no está vivo”)? ¿A qué se debe este “error”?
Freud recuerda entonces un monumento de Viena al emperador José II en el que se usan las palabras “non vixit”, y encuentra en él la clave: como a Paneth, al contrario que a Brücke y a Fleischl, no se le ha otorgado una placa conmemorativa, Freud le está levantando un monumento con esta frase, al mismo tiempo que la usa para castigarlo, para decir, y cito textualmente: “Este tipo no tiene ningún derecho a interrumpir. Después de todo, está muerto”. La condensación de múltiples intenciones y significados en una sola imagen es, según Freud, una de las técnicas o “trabajos” (Traumarbeit) con los que el sueño nos oculta las verdaderas intenciones del subconsciente.
¿Y por qué una frase latina? Aquí Freud recuerda el discurso del Bruto de Shakespeare, que contiene la misma mezcla de afecto y hostilidad, y que procede del corazón de su infancia: al parecer, Freud hizo de Bruto en una representación infantil junto a su sobrino (un año mayor) John, a quien considera el prototipo de todas sus amistades masculinas posteriores. Como Bruto hacia César, Freud albergaba sentimientos encontrados hacia John, también fallecido a edad temprana. Según leyenda familiar, cuando el padre de Freud le amonestó por golpear en cierta ocasión a su primo, Freud respondió (él intima que quizás falsamente): “Le he pegado porque él me ha pegado primero a mí”.
Culpa, deseo y valor: una reinterpretación del sueño de la mirada disolvente
La primera vez que leí estas páginas, desconocía la relación entre Fleisch y Freud, que él por supuesto omite, pero mi detector de mentiras se disparó al llegar al pasaje en el que Freud concluye que el “non vixit” suponía nada menos que un monumento a Paneth. Claro, los sueños de los demás ocultan vergonzosos deseos sexuales, pero los del propio Freud levantan nobles monumentos a sus amigos, pensé.
Pero hay más problemas con la interpretación de Freud. La tesis central del Traumdeutung afirma que un sueño supone siempre el cumplimiento de un deseo, y que todo deseo es en último término sexual (Freud no desarrollará la teoría de la pulsión de muerte hasta dos décadas más tarde, en Más allá del principio de placer). ¿Pero qué deseo está siendo cumplido aquí? ¿El de levantar monumentos en latín? ¿Y por qué le agrada tanto la disolución de Paneth?
Sesenta páginas más adelante, Freud retoma la interpretación con algo más de honestidad, y admite que la satisfacción puede deberse a dos causas: por un lado, el placer justiciero de castigar a Paneth por su ambición (porque Paneth, nos dice, era ambicioso e impaciente) y, a través de Paneth, a sí mismo (él, admite, también solía ser excesivamente ambicioso); por otro, y aquí se fustiga un poco, el placer de seguir él mismo vivo, de que sean otros quienes mueran (Paneth o, si se hacen realidad sus temores, Fliess, al que, recordemos, acababan de operar y por cuya salud estaba preocupado).
Yo creo que en sueños perseguimos los mismos objetivos que perseguimos despiertos, y en ese sentido estoy de acuerdo con Freud en que representan el cumplimiento de un deseo. Ahora bien, no creo que este deseo sea necesariamente ni sexual ni mortal, ni que necesite concretarse: creo que se trata del deseo más general de aproximarnos a la identidad que estamos siempre persiguiendo en persecución del valor –al tiempo que nos alejamos de todas las que tememos encarnar, de todas las desvaloraciones. Soñar es navegar las estructuras del valor sin las restricciones con las que la realidad nos limita en las horas de la vigilia.
¿Qué deseo (qué identidad) está satisfaciendo Freud en este sueño? No hace falta rebuscar por todo Viena hasta encontrar el monumento del emperador Francisco II: el deseo fundamental de Freud es equipararse al maestro Brücke, ocupar su posición social y económica y recibir el mismo respeto y veneración; en último término, poseer el mismo poder en la mirada, que sean otros quienes se disuelvan ante él.
La satisfacción que le produce el sueño procede de la revelación de que, en virtud de haber sobrevivido a tantos otros, él mismo encarna ya el tipo de poder que le envidiaba a Brücke, y de que desde esta posición de autoridad puede hacer desvanecerse a los fantasmas de la culpa y de sus múltiples inseguridades: Fleisch, de cuya muerte se siente parcialmente responsable, y que representa tanto un ideal (es decir, una constatación de inferioridad) como un reproche, resulta no ser nada más que una “aparición” que uno puede destruir a capricho. Basta para ello con lanzar una mirada penetrante: con analizar desde una posición de autoridad. Cuando hace desaparecer a Paneth, hace desaparecer también a Fleisch y Brücke (por eso los ojos de Paneth se vuelven azules). Sus temores sobre la salud de Fliess y la culpa que siente por no haberlo visitado en Berlín, que junto con la inauguración de la placa supone el motivo de arranque del sueño, se ven también aliviados, porque, si Fliess fuera a morir, también a él podrá hacerlo desaparecer.
¿Y el “non vixit”? Nótese que Freud lo asocia con Bruto frente a César: Bruto el traidor, el asesino, que él mismo representó ya en su infancia frente a su sobrino John (de un modo literal y figurado) y que vuelve a representar ahora en sueños. Freud había experimentado la mirada disolutiva en sus propias carnes cuando se sabía culpable ante Brücke, pero ahora, del mismo modo en que de niño pasó de acusado a acusador (“él me pegó primero”), pasa a encarnar al maestro y a acusar a Paneth, como Bruto acusa a César.
Latín, además, porque es el lenguaje de la autoridad académica, los monumentos y los conjuros, y “no ha vivido” porque el temor de Freud no es a no estar vivo ni a morir, sino, efectivamente, a “no haber vivido”, a que (como al pobre Paneth) no se le levanten monumentos en la universidad: a no valer nada, a no ser nadie. Es por su irrelevancia, y no por estar muerto, por lo que Freud le niega a Paneth el derecho a interrumpir.
Creo que merece la penar señalar también los componentes económicos de esta historia, porque siguen las principales líneas de fuerza del resto de los deseos de Freud, algo que no es casual.
Ya he mencionado que Freud solía pedir dinero prestado a Fleisch. Pero otro dato relevante es que la placa conmemorativa de Fleisch fue pagada por su poderosa familia. Es decir, una placa de este tipo, un reconocimiento público de estas dimensiones, no solo no se encontraba al alcance de Paneth por falta de méritos académicos, sino también por falta de medios económicos. Freud se identifica con Paneth, que ha sido condenado al olvido, invisibilizado. El fantasma de Paneth y él observan la inauguración desde los márgenes.
Ahora bien, durante la ceremonia, la mirada de Freud recae también sobre otra placa, la de Brücke, que no ha necesitado de las conexiones ni el dinero de los Fleisch para ser erigida. En este punto, Freud pasa a identificarse con Brücke en virtud de los descubrimientos que está realizando, y contra Paneth y el resto de sus amigos y colegas pobres y desconocidos.
Freud ha dejado en sueños de ser culpable, pobre e inferior para volverse poderoso, una autoridad capaz de hacer desvanecerse la culpa, el miedo y el dolor con una sola mirada: ha pasado a encarnar su ideal de ser humano.
Verdaderamente un sueño “hermoso”.
El misterio del yo consciente
La sección del Traumdeutung en la que Freud nos cuenta el sueño de la mirada disolvente se titula “El trabajo del sueño” (Traumarbeit). La idea es que el subconsciente posee deseos inconfesables, y que el aparato censor de nuestra mente genera distorsiones que nos permitan satisfacerlos mientras dormimos sin escandalizarnos al despertar. El “trabajo” del sueño consiste en el conjunto de estas distorsiones: la “condensación”, por ejemplo, que hace que varios elementos se unan en uno solo (una persona representa a varias, o una sola acción nos permite alcanzar múltiples objetivos), o el “desplazamiento”, donde un elemento es sustituido por otro elemento colindante (la persona deseada es substituida por otra con las mismas iniciales, etc).
De aquí se deriva toda una teoría simbólica de la mente, puesto que lo que nos encontramos en sueños son símbolos (significantes, representantes de otras realidades) que necesitarían ser descifrados, “interpretados”. Los símbolos, para el psicoanálisis, acarrean casi tanto poder como aquello que simbolizan (cabe preguntarse: ¿por qué no están los perfiles de Tinder repletos de personas que busquen amantes cuyos nombres comiencen por tal o cual inicial?).
Esta teoría simbólica introduce además mecanismos que a todos los efectos prácticos son como agentes paralelos: un “alguien” (el subconsciente) repleto de deseos vergonzosos, y otro “alguien”, el censor, que se dedica a construir enigmas con los que satisfacer al subconsciente mientras permite que el yo consciente mantenga una alta idea de sí mismo. Es como si la naturaleza humana estuviera diseñada para acomodar el puritanismo de la moral burguesa de finales del XIX. Ciertamente, todo un poco sospechoso.
En lugar de partir de un yo consciente que se asoma sorprendido a la oscuridad insondable de la inconsciencia, identificándola con una naturaleza animal reprimida, propongo que partamos del subconsciente como la base fundamental y mayoritaria de nuestro ser.
Somos conocimiento encarnado. No listas de datos ni lecciones memorizadas ni propósitos conscientes, sino la infinidad de conexiones neuronales que se dan en nuestro cerebro (que es nuestro cuerpo) sin tregua: un millón por segundo durante los tres primeros años de vida, entre mil y diez mil por segundo hasta el día mismo de nuestra muerte. A cada instante, un entramado de tejidos que es único en cada uno de nosotros continúa siendo elaborado y modificado, sin que el proceso consciente (él mismo un solo hilo secuencial) se vea apenas involucrado. Evidentemente, la mayor parte de este conocimiento no solo no es consciente: ni siquiera es discursivo (Lacan dijo famosamente que el subconsciente está estructurado como un lenguaje; yo diría que es el lenguaje el que está estructurado como el subconsciente).
Desde esta perspectiva, lo sorprendente no es que el subconsciente exista, lo sorprendente es que exista el yo. ¿Qué es eso que llamamos “consciencia” y que, sobre esta base inconmensurable, va elaborando lentamente, pieza a pieza (porque es secuencial), el mundo consciente? ¿En qué consiste realmente la supuesta claridad de la vigilia, como opuesta al conglomerado de asociaciones de base?
Si uno se cree el autobombo de la neurociencia, la inteligencia artificial o la psiquiatría (o más bien el terrible periodismo de divulgación que multiplica los titulares sensacionalistas), podría creer que la especie ha averiguado ya, y desde hace tiempo, cómo funciona el cerebro. Pero lo cierto es que seguimos sin tener la menor idea. Ni siquiera sabemos cómo funcionan las neuronas, qué tipo de información codifican o bajo qué forma. Sabemos qué zonas del córtex se activan según la actividad que estemos realizando… y poco más.
Ahora bien, dentro de nuestra ignorancia, parece evidente que acumulamos información en forma de red. No solo porque las neuronas tiene este tipo de topología, sino porque, “desde dentro”, en nuestra propia experiencia, nos hallamos una y otra vez en mitad de procesos asociativos. El tipo de asociación que se da en los procesos conscientes es muy peculiar, porque no se limita a recorrer territorios colindantes (a pasar de Fleisch a Fliess solo porque los unan las letras de sus apellidos, el peligro mortal que corren y la culpa de Freud), sino que trata de “clarificar”, es decir, de estructurar las realidades de Fleisch y de Fliess identificando qué es exactamente lo que tienen en común y lo que no, entre sí y con todo el resto de lo real. Ser consciente implica determinar sus ubicaciones en las múltiples dimensiones de la totalidad de la red del conocimiento, donde cada característica (sus apellidos, por ejemplo) supone una dimensión, una conexión potencial.
Trataré en el futuro en más detalle estos “trabajos” del ser consciente, un tema complejo que me forzaría a hablar de computación y lógica. Por hoy solo estoy intentando señalar que el subconsciente es estructuralmente más primordial que la conciencia; que no hay un subconsciente que esté siendo “ocultado” por una agencia censora, sino un subconsciente que está siendo elaborado por el muy limitado proceso consciente; que no somos seres conscientes asomándose al abismo de su animalidad subconsciente, sino seres subconscientes constantemente emergiendo a la claridad de la conciencia.
Retomemos el sueño de Freud bajo esta perspectiva.
Freud, no como ser consciente, sino en su totalidad, está siempre avanzando hacia el valor, es decir, resolviendo sus acciones de tal modo que lo conviertan en la persona que ha aprendido (a un nivel mayormente subconsciente) que merece la pena ser. Freud avanza hacia este valor tanto en la vigilia como en el sueño. La gran diferencia es que, en el sueño, el proceso clarificador de la consciencia está “apagado”, de modo que el sujeto total puede seguir asociaciones “libres”.
Freud no quiere ser culpable frente a sus amigos, aunque sospecha que lo es. Freud quiere ser alguien como Brücke: “respetable” en un sentido muy concreto, el de la respetabilidad de los profesores universitarios de Viena de finales del siglo XIX. Pero también poderoso, como lo era la mirada irascible de Brücke cuando estaba enfurecido. Navegando el océano de asociaciones que suponen su ser subconsciente en sueños, Freud satisface esta identidad y se libera de esta culpa sin los impedimentos que suele oponer la realidad (su continuidad en el tiempo, la terca voluntad del Otro).
Así, Fleisch se desdobla en Fleiss y Paneth porque se encuentran colindantes en las dimensiones de la culpa y el duelo, que son las que interesan a Freud, y porque a Fleiss y Paneth los puede dominar (al contrario que a Fleisch, que le intimida). Cuando hace desaparecer a Paneth con una sola mirada, convirtiéndose así en Brücke, no está eliminando a Fleisch por la mediación simbólica de Paneth, sino eliminando directamente la culpa, el miedo y el dolor en el conjunto de personas que lo causan.
El sueño no es un mensaje oculto que necesite ser descifrado, sino pura revelación, porque el subconsciente no es un mundo sumergido, sino la superficie inmensa que la conciencia atraviesa en la vigilia, un pequeño pasito cada vez.
Notas y erudiciones prescindibles (Name dropping)
La razón de que los componentes económicos se alineen con el resto de fuerzas del valor no es, como propondría una interpretación marxista, que la única realidad sea la económica y que el resto se levante sobre esta como mera ideología. La razón es que las relaciones económicas forman un entramado con el resto de las relaciones del valor extraeconómico, y que todas ellas se retroalimentan mutuamente.
En la segunda parte de su interpretación del sueño, Freud se admite culpable de ser un poco cotilla: esa habría sido la razón por la que Fliess le pregunta si Paneth está al tanto de sus asuntos, que le hace responder de forma violenta. Yo creo que aquí Freud está admitiendo un pecado menor para no nombrar sus pecados mayores. Lo que está admitiendo en la historia de su primo, al que acusa (intima que quizás falsamente) de haberle pegado primero, es de nuevo su culpabilidad, no su indiscreción. Cabe destacar también que, aunque admite alegrarse de que Fleisch sea una aparición que él puede hacer desvanecerse, no nos dice nunca por qué este poder le alegra, del mismo modo en que no nos dice que la presencia de Fleisch le haya causado ninguna ansiedad. Confiesa el alivio sin mencionar el picor.
Me gustaría puntualizar que, a pesar de mis puyas incesantes a Freud, no niego ni su relevancia ni sus muchos méritos. Freud consiguió, en una medida que no ha logrado nadie más, bajarle los humos a la conciencia hegemónica, al orgullo racionalista que ponía al yo en control absoluto del propio ser y, a través del conocimiento y la “razón”, del universo. Ahora bien, Freud era un hombre del siglo XIX que creó una teoría a la medida de su tiempo y a la que hace décadas que se le van viendo las costuras.
En una entrevista de 1927, Freud respondía así al hecho de que la universidad de Viena no le hubiera reconocido de ningún modo, mientras lo celebraban en el resto del mundo: “Me avergonzaría que me otorgaran un reconocimiento a mí o a mis ideas solo porque acabo de cumplir 70 años”. Una respuesta defensiva que, él más que nadie, debería encontrar sospechosa (toda negación, llegó a decir, es una afirmación). La Universidad de Viena no le levantaría un monumento hasta 1955, 16 años después de su muerte.








El non vixit que inquietaba a Freud no es solo una fórmula latina ni un error de declinación. Es uno de los temores más arraigados de los seres humanos: el miedo a no haber vivido. A que, tras el paso del tiempo, nada de lo que fuimos merezca la pena recordarse. Frente a esa posibilidad, buscamos canales que nos hagan perdurar en la memoria: el arte, la ciencia, los hijos, los monumentos de piedra u, hoy, las huellas digitales que proliferan en las redes. Todos ellos son intentos de prolongar la vida más allá de su límite biológico, de dejar una marca que resista la disolución.
La pregunta, sin embargo, es otra: ¿qué significa realmente “haber vivido”? ¿Acumular reconocimientos? ¿Ser amado? ¿Transformar, aunque sea en un punto minúsculo, el mundo en el que existimos? ¿O basta con haber habitado con intensidad nuestra propia vida, aunque nadie lo recuerde? Freud no formula estas preguntas de forma explícita, pero su sueño las contiene en negativo, como una sombra que insiste.
Si miramos desde nuestro tiempo, la cuestión se complejiza: ¿qué huellas dejaremos nosotros bajo los valores actuales? En una sociedad donde la visibilidad sustituye muchas veces al valor intrínseco, el monumento ya no es de mármol sino de seguidores, algoritmos y archivos en la nube. Quizá no sea tan distinto a lo que perseguía Freud en la Viena de fin de siglo: reconocimiento académico, legitimidad, un lugar en la historia. Cambia la forma, no el fondo: seguimos necesitando ser mirados, inscritos en una narración mayor que nosotros mismos.
Y aquí aparece Freud (tan controvertido) no solo como teórico, sino como personaje. Como hombre que aportó una nueva forma de pensar el inconsciente, pero también como médico que ensayó terapias dudosas y tergiversó resultados. Su figura oscila entre el descubridor y el embaucador, entre el visionario y el estratega de su propio mito. ¿Dónde comienza el personaje y dónde termina la persona? Tal vez ahí radique su verdadera condición de leyenda: en haber construido un relato sobre sí mismo tan poderoso que aún hoy seguimos discutiendo si nos habló desde la genialidad o desde una máscara...
Me parece muy interesante lo que dices de que no existen “valores reales”, que todo depende de contextos sociales concretos y de cómo cada uno busca reconocimiento en sus propios términos. No sé si estoy del todo de acuerdo.
Es cierto que los valores se configuran en la intersección entre lo social y lo individual, y que lo que para uno resulta esencial puede ser irrelevante para otro. Pero me pregunto si no hay un mínimo común: una pulsión compartida por significar algo... por no quedar fuera de toda narrativa, por no disolverse sin dejar huella. Tal vez no se trate de “bondad” o “eternidad” como absolutos, sino de un núcleo mucho más simple: el deseo de no ser nadie para los demás.
También me interesa la paradoja que planteas al decir que necesitamos vernos con valor a través de la mirada de otros, pero en nuestros propios términos. ¿Hasta qué punto controlamos esos términos? ¿No se da siempre un desfase entre lo que deseamos mostrar y lo que los otros interpretan? Freud quería ser visto como un Brücke, pero terminó encarnando otra figura (la del intérprete de los sueños) que quizá ni él mismo había previsto del todo. Ahí se abre una pregunta: cuánto hay de voluntad y cuánto de deriva en la construcción del personaje.
Y precisamente sobre eso: me gusta tu idea de que persona y personaje no son opuestos, sino modulaciones de un mismo esfuerzo. Pero me pregunto si el personaje, al ser un “atajo al ideal”, no corre el riesgo de devorar a la persona. ¿Qué se gana y qué se pierde cuando uno invierte más en sostener a ese personaje que en vivir su vida? Es un dilema que hoy, en plena era de la autorrepresentación digital, resuena con fuerza.
En definitiva, coincido contigo en que Freud buscaba ser alguien concreto (un investigador respetado en su tiempo), pero también estaba inventando algo nuevo: el propio rol del psicoanalista. Quizá ahí se encuentra la ambigüedad de su legado: entre el hombre que aspiraba a ser como Brücke y el personaje que él mismo creó y que, sin lugar a dudas, lo sobrevivió.
Y hablando de valor: tus textos lo aportan a raudales. Gracias por el regalo.