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El non vixit que inquietaba a Freud no es solo una fórmula latina ni un error de declinación. Es uno de los temores más arraigados de los seres humanos: el miedo a no haber vivido. A que, tras el paso del tiempo, nada de lo que fuimos merezca la pena recordarse. Frente a esa posibilidad, buscamos canales que nos hagan perdurar en la memoria: el arte, la ciencia, los hijos, los monumentos de piedra u, hoy, las huellas digitales que proliferan en las redes. Todos ellos son intentos de prolongar la vida más allá de su límite biológico, de dejar una marca que resista la disolución.

La pregunta, sin embargo, es otra: ¿qué significa realmente “haber vivido”? ¿Acumular reconocimientos? ¿Ser amado? ¿Transformar, aunque sea en un punto minúsculo, el mundo en el que existimos? ¿O basta con haber habitado con intensidad nuestra propia vida, aunque nadie lo recuerde? Freud no formula estas preguntas de forma explícita, pero su sueño las contiene en negativo, como una sombra que insiste.

Si miramos desde nuestro tiempo, la cuestión se complejiza: ¿qué huellas dejaremos nosotros bajo los valores actuales? En una sociedad donde la visibilidad sustituye muchas veces al valor intrínseco, el monumento ya no es de mármol sino de seguidores, algoritmos y archivos en la nube. Quizá no sea tan distinto a lo que perseguía Freud en la Viena de fin de siglo: reconocimiento académico, legitimidad, un lugar en la historia. Cambia la forma, no el fondo: seguimos necesitando ser mirados, inscritos en una narración mayor que nosotros mismos.

Y aquí aparece Freud (tan controvertido) no solo como teórico, sino como personaje. Como hombre que aportó una nueva forma de pensar el inconsciente, pero también como médico que ensayó terapias dudosas y tergiversó resultados. Su figura oscila entre el descubridor y el embaucador, entre el visionario y el estratega de su propio mito. ¿Dónde comienza el personaje y dónde termina la persona? Tal vez ahí radique su verdadera condición de leyenda: en haber construido un relato sobre sí mismo tan poderoso que aún hoy seguimos discutiendo si nos habló desde la genialidad o desde una máscara...

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Me parece muy interesante lo que dices de que no existen “valores reales”, que todo depende de contextos sociales concretos y de cómo cada uno busca reconocimiento en sus propios términos. No sé si estoy del todo de acuerdo.

Es cierto que los valores se configuran en la intersección entre lo social y lo individual, y que lo que para uno resulta esencial puede ser irrelevante para otro. Pero me pregunto si no hay un mínimo común: una pulsión compartida por significar algo... por no quedar fuera de toda narrativa, por no disolverse sin dejar huella. Tal vez no se trate de “bondad” o “eternidad” como absolutos, sino de un núcleo mucho más simple: el deseo de no ser nadie para los demás.

También me interesa la paradoja que planteas al decir que necesitamos vernos con valor a través de la mirada de otros, pero en nuestros propios términos. ¿Hasta qué punto controlamos esos términos? ¿No se da siempre un desfase entre lo que deseamos mostrar y lo que los otros interpretan? Freud quería ser visto como un Brücke, pero terminó encarnando otra figura (la del intérprete de los sueños) que quizá ni él mismo había previsto del todo. Ahí se abre una pregunta: cuánto hay de voluntad y cuánto de deriva en la construcción del personaje.

Y precisamente sobre eso: me gusta tu idea de que persona y personaje no son opuestos, sino modulaciones de un mismo esfuerzo. Pero me pregunto si el personaje, al ser un “atajo al ideal”, no corre el riesgo de devorar a la persona. ¿Qué se gana y qué se pierde cuando uno invierte más en sostener a ese personaje que en vivir su vida? Es un dilema que hoy, en plena era de la autorrepresentación digital, resuena con fuerza.

En definitiva, coincido contigo en que Freud buscaba ser alguien concreto (un investigador respetado en su tiempo), pero también estaba inventando algo nuevo: el propio rol del psicoanalista. Quizá ahí se encuentra la ambigüedad de su legado: entre el hombre que aspiraba a ser como Brücke y el personaje que él mismo creó y que, sin lugar a dudas, lo sobrevivió.

Y hablando de valor: tus textos lo aportan a raudales. Gracias por el regalo.

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