16. Dineros, o cómo descubrimos nuestros deseos en la mirada de los demás
Nacemos deseando pero sin saber qué desear, y miramos en torno para descubrir qué es lo valioso siguiendo la mirada de quienes nos rodean
Sara y su madre, Irina, se sentaron a nuestra mesa en la segunda noche, cuando ya solo quedaban dos asientos libres. Era una mesa redonda para diez comensales y no recuerdo a ninguno de los demás. Sara rondaría la treintena, si llegaba, y tenía grandes ojos oscuros, una larga melena de anuncio de loreal y una silueta de mujer joven que se dejaba abrazar por un vestido de noche largo, clásico, rojo borgoña. Su madre, a su lado, se había puesto un vestido estampado como los que llevaba mi abuela en verano para andar por casa, y en su aspecto, postura y actitud, en la sonrisa muda con la que buscaba congraciarse con sus interlocutores, la mirada sumisa y los hombros caídos, parecía la sirvienta de su hija.
Intercambiamos la habitual, en aquel punto ya repetitiva información sobre el área del banco en la que trabajábamos (Molly y yo en “tecnología”, Sara en “gestión de la riqueza”, wealth management, es decir, en la sección de ventas que trata con los clientes más ricos) y nos contó que este era el segundo año consecutivo que acudía a una de estas ceremonias. El premio que nos habían otorgado a ambos, y para el cual mi jefe había tenido que elaborar una dolorosa defensa de mis méritos, estaba en su caso basado exclusivamente en su volumen de ventas, que debía de ser fenomenal.
“El año pasado los regalos eran mejores”, nos dijo. “¿Mejores aún?”. A Molly y a mí nos había dejado boquiabiertos la selección de artículos de lujo de la que podíamos escoger dos: iPads, un reloj Movado de $800, mochilas de Tumi de $700, una billetera de Dolce & Gabbana de $600, equipos de música, máquinas de expreso, scooters, drones, go-pros, barbacoas de pélets, saunas, kayaks. “Sí”, afirmó Sara, “mejores”. Ella misma había escogido el año anterior un bolso de Yves Saint Laurent de $1600 (dijo “YSL” y yo no sabía de lo que estaba hablando, me sorprendió que Molly sí lo supiera). Este año se iba a llevar una máscara LED de Therabody para el cuidado de la piel ($599) y un equipaje de mano de $950. Molly había escogido la mochila y yo, le dije, estaba indeciso entre un altavoz de Marshall con auriculares a juego ($379 + $199) y el reloj.
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Llevábamos de charla quizás diez minutos por encima de la cabeza de su madre cuando Sara la señaló y nos dijo: “No habla apenas inglés”. Hasta ese momento, con el ruido del resto de comensales y el volumen de la música del espectáculo, ni Molly ni yo nos habíamos percatado de que Sara misma tenía un acento extranjero. Nos dijo que las dos eran de Albania y que ella misma se había mudado a los EEUU a los dieciocho años para estudiar economía y finanzas. “Básicamente, después de la carrera, este era el único trabajo al que tuve opción”, añadió. No me dio la impresión de que se hiciera ilusiones sobre la importancia o la naturaleza de su oficio. Dijo que la mayoría de sus clientes eran unos capullos (assholes) que la trataban como basura. Dijo también que los más ricos, los que habían heredado su riqueza, solían ser los más simpáticos. Cuando le conté que el mayor predictor de infracciones en la carretera es el precio del coche (cuanto más caro, más infracciones), dijo: “Me cuadra”.
Con la madre, Irina, no intercambié ni una palabra hasta que nos encontramos los dos de camino al bar. Ese fue el primer momento en el que me extrañé de la dinámica entre Sara y ella. Lo que me extrañó fue que Sara la hubiera enviado a por la bebida cuando claramente tenía tantas dificultades con el inglés, pero también el modo autoritario, casi despreciativo, en que, cuando yo anuncié que iba a buscar un par de copas de vino, me había dicho: “mi madre va contigo”.
Mientras esperábamos a que el camarero nos sirviera las bebidas, Irina trató de entablar una conversación básica. Me enseñó en su móvil las doscientas o trescientas miniaturas de fotografías de su hija en pose de Instagram que había sacado en lo que llevaban de viaje. Se quejó después de la cantidad de comida que nos habían ofrecido en aquellos dos días y de no ser capaz de resistirse a ella. “Sara y mi marido dicen: ¡demasiada comida! Pero yo como, como, como”. Su sobrepeso, moderado para los niveles que se alcanzan en EEUU, era un tema que sacó en las cuatro o cinco ocasiones en que coincidimos. El otro tema recurrente era la riqueza: “En Albania no hay trabajo”, me dijo. Yo bromeé: “En España hay trabajo, lo que no hay es dinero”. Dos días más tarde, desayunando con ella mientras Sara dormía, porque se había pasado la noche de fiesta, nos dijo que su marido, en Albania, sí que tenía dinero, que había heredado tierras de sus abuelos y que no se llevaba bien con su familia por… “¿cómo se dice?”. Señaló una separación vertical con las manos, una distancia jerárquica. Finalmente le vino la palabra: “¡La envidia!”
No volvimos a verlas juntas después de la primera cena. En la pista de baile, por ejemplo, me encontré a Sara sola, mirando en dirección a los músicos, claramente aburrida. Yo me aproximé y le formulé, probablemente, la última pregunta que quería escuchar: “¿Dónde has dejado a tu madre?”. “Por allí”, respondió ella, señalando hacia sus espaldas sin volverse, y, efectivamente, vi a Irina a unos diez metros de distancia, sola también, mirándonos. Se me ocurrió la idea de una película de terror sobre una joven atractiva que recibe una maldición (quizás ofende a una gitana ante la que se muestra demasiado orgullosa) y es condenada a ser perseguida, vaya a donde vaya, por una mujercita de sesenta años mal vestida, obesa y silenciosa. Cuando la joven piensa que ha logrado evadirla, en los brazos del galán junto a algún río bajo las estrellas, la mujercita emerge desde detrás de los arbustos entre violines de Hitchcock.
“Lo extraño es que se la haya traído”, comentó Molly. Pero a mí no me extrañaba en absoluto. Me “cuadraba”, como hubiera dicho Sara. Explicaré por qué por medio de un rodeo.
Una semana antes del viaje, comiendo en casa de los Arnold para celebrar la Pascua, Mike había comentado el hecho de que, siendo él un apasionado de la comida picante, sus dos hijas de cinco y tres años la aborrecieran. Sobre Mike y el picante siempre cuento la misma anécdota, la ocasión en la que fuimos a Tandoori Station, en Madrid, mi restaurante indio favorito en todo el mundo (mejor que cualquiera de Brick Lane), que por aquella época tenía organizada la carta en orden de picor, de menor a mayor, con el último plato designado como “el Curry del Infierno”. Mike pidió un Curry del Infierno con extra de picante. Cuando se lo trajeron, yo unté una punta de mi nan para probarlo, poco más que una sola gota, y se me taponaron los oídos. Mike mismo se fue poniendo colorado y, a mitad de la comida, le pidió a Nadeem (el chef, camarero y propietario), una lassy para calmarse la garganta. Nadeem se rio y le dijo: “Te voy traer la lassy y te la voy a dejar gratis… en cuanto te termines el plato”. Mike salió haciendo eses del restaurante, pero se lo terminó.
Y sin embargo, sus hijas odian tanto las especias que, para que renunciaran al postre de los adultos en la comida de Pascua, a estos les bastó con decirles que picaba. “Ahí se va al garete toda tu teoría del valor”, concluyó Mike. “Mi teoría no es falsable”, ironicé yo, consciente de que lo que estaba a punto de decir iba a sonar a sofisma, a contraargumento improvisado, aunque se trataba de algo en lo que he pensado con detenimiento durante años.
Yo creo, ya lo he dicho aquí de varias maneras en varias ocasiones, que heredamos el valor (aquello que consideramos importante, que a su vez determina nuestra identidad) de nuestro entorno inmediato, una herencia que no termina nunca pero que es mucho más poderosa en la infancia, cuando los padres tienen un ascendente sobre nosotros que no adquirirá nunca nadie más. Ahora bien, esto no significa que los valores sean simplemente transmitidos de padres a hijos como si se tratara de propiedades o atributos, como se transmite la información genética o los bienes inmuebles. Lo que sucede es que el hijo quiere verse valorado por el padre o la madre, y para ello observa qué comportamientos consiguen esta valoración. Quizás el padre valora mucho el ser capaz de tolerar la comida picante, pero lo valora en sí mismo, no en otros, y por lo tanto el picante no les servirá a sus hijos para elevarse ante sus ojos.
Yo suelo poner como ejemplo que, de haber tenido hijos a los 20 años, seguramente estos habrían tratado de ser políglotas, porque ese era el tipo de persona a la que yo admiraba por entonces. Pero hoy que yo mismo hablo un par de idiomas, aunque lo valoro en mí, ya no lo admiro en los demás, y por lo tanto, de haber tenido hijos hoy, sus aspiraciones habrían tomado otros derroteros. Este es el modo en que me explico, por ejemplo, que solo yo, de todos mis hermanos, tenga ambiciones literarias, a pesar de haber crecido los cinco rodeados de libros: y es que yo fui el único que nació cuando mi padre aún estaba él mismo tratando de escribir.
El modo, impreciso pero escueto, en que se lo expliqué a Mike fue: “no heredamos los éxitos de los padres, sino sus carencias”. Puesto de un modo más preciso, descubrimos lo valioso siguiendo la dirección de sus miradas, asimilando no lo que nos dicen que valoran, sino lo que desean, y nadie desea lo que ya ha obtenido. Descubrimos el deseo en la mirada de los demás (y especialmente en la de los padres), aunque no como sujetos, sino como objetos, porque no aprendemos qué desear, sino qué querer ser –para ser deseados.
Lo cual me lleva de vuelta a Sara e Irina. Irina solo habla de dos cosas en su inglés básico: de belleza y de dinero, dos atributos de los que carece y por los que no parece que se esté esforzando en absoluto. “Como, como, como”, dice, señalándose la barriga, y se viste como una abuela de provincias. Su hija, por el contrario, se entrega en cuerpo y alma, en profesión y en ocio, a ser hermosa y a ganar dinero, y convierte a su madre en camarera, sirvienta y fotógrafa al servicio de la identidad performática que se está construyendo en Instagram y en el banco. Su madre, como un maldición que la persigue a todas partes, supone la negación de esta identidad, y por ello Sara trata de mantenerla a distancia: no quiere ser vista junto a ella, pero sí quiere ser vista por ella, puesto que es en su mirada donde ha aprendido a valorar esta identidad. Así, Sara en la pista de baile, sola, siendo admirada en la distancia por Irina, se encuentra en donde quiere estar, mirando a su vez en otras direcciones.
Digo que se encuentra en donde quiere estar, pero eso no significa que esté satisfecha. Y es que no nos bastan los juicios de los padres, porque seguimos aprendiendo valor después de ellos, y a Sara, que trata a diario con personas con las que se mide y que la miden encontrándola inferior (the assholes) lo que Irina considera un logro, le sabe a fracaso. El bolso de YSL no la alzó a la altura del respeto de sus clientes, como no la alza el verse rodeada, en este hotel de lujo de $1000 la noche, de la clase media que representamos el resto de ganadores, de esta marabunta de turistas puntuales de la riqueza. Aun así, regresará el año próximo, porque su ambición y su sed la llevarán a ganar de nuevo, a vender más que nadie, mientras se pone a diario la máscara de Therabody de $599 para tratar de preservar su juventud.
Yo sospecho que, cuando se muera Irina, junto al dolor y la desorientación de perder a su testigo fundacional, sentirá también algo de alivio, un poco de liberación –aunque será también demasiado tarde para dejar de valorarse en sus valores. Claro que podría suceder (el aprendizaje no termina nunca) que por el camino se encuentre otros modos de valer que le produzcan satisfacciones mayores: quién sabe, quizás heredó también, de Irina o de otros, el valor de la inteligencia o el de la maternidad o el del arte o el de la resistencia o el de la elegancia o el de atributos que ni siquiera tienen todavía nombre, y estos la conduzcan hacia identidades más fructíferas. La salvación no existe, pero no todos los valores son tan poco agradecidos como los valores transacciones e insaciables del dinero.