45. Cambios de humor
O la inquietud como motor diario de la búsqueda del valor
Dice Cortázar en el capítulo 67 de Rayuela:
Me estoy atando los zapatos, contento, silbando, y de pronto la infelicidad. Pero esta vez te pesqué, angustia, te sentí previa a cualquier organización mental, al primer juicio de negación. Como un color gris que fuera un dolor y fuera el estómago. Y casi a la par (pero después, esta vez no me engañas) se abrió paso el repertorio inteligible, con una primera idea explicatoria: “Y ahora vivir otro día, etc.” De donde se sigue: “Estoy angustiado porque... etc.”
Cuando nos percatamos de que estamos de un humor negativo (infelicidad, angustia, tristeza), lo primero que hacemos es buscar una causa. ¿Qué me inquieta hoy? ¿Qué tengo que temer en las horas o los días venideros? O bien, ¿qué ha sucedido? ¿Qué he hecho yo de lo que deba arrepentirme o avergonzarme, o qué me han hecho que deba lamentar? Generalmente encontramos algo a lo que responsabilizar, y, tomando la medida de su gravedad, permitimos que la angustia se expanda o se modere. Si decido que lo que me inquieta es una llamada de teléfono irrelevante que tengo que hacer en un rato, maldigo la obligación y me pongo a pensar en otra cosa. Si decido que se trata de algo más grave, quizás algo concreto como un posible problema de salud, o algo intangible (lo intangible suele ser peor), como una aproximación a la muerte o a la locura o a la desvalorización total (“no valgo nada”, “he desperdiciado mi vida”), mi angustia pasa a crecer, se retroalimenta en una espiral vertiginosa que podría incluso conducir a un ataque de pánico.
Lo que señala el pasaje de Cortázar es el momento en que su personaje, Horacio Oliveira (pero evidentemente este es un pensamiento que ha experimentado Cortázar mismo), descubre que las causas de su angustia llegan siempre después, que la angustia antecede a la causa, que es fundamental, originaria. No es que tema la llamada telefónica y me angustie por ello, es que la angustia emerge por sí sola y la engancho, como un carro a una mula, a la razón más probable. Si la mula es pequeña, la angustia no llegará muy lejos. Si la mula es inmensa, acelerará sin frenos hasta perder el control.
Para Heidegger, los “humores” (Stimmung, también traducido como “estados de ánimo” y “atmósferas”) eran una de las dos estructuras fundacionales de nuestro “estar en el mundo”, junto al entendimiento. Heidegger no entra a dilucidar qué los provoca, por qué me encuentro aburrido en unas ocasiones y angustiado en otras, o “de buen humor”. Para él, como para Cortázar, los humores son el punto de partida, una disposición o atmósfera a través de la cual nos vemos a nosotros mismos y al mundo. Cada humor revela (des-vela, des-oculta, una palabra relacionada con el término griego para “verdad”, a-letheia, des-ocultamiento, des-olvido: las aguas del río Lethe, en el Hades, hacían olvidar a los muertos sus vidas pasadas) aspectos diferentes del mundo. El aburrimiento, por ejemplo, nos muestra el mundo como totalidad indiferente; la angustia nos lo revela como no-fundamentado (ab-grund, sin-suelo, la palabra alemana para “abismo” –“sinfundamento” es una de las críticas más severas disponibles en el arsenal de insultos de mi abuela, y un término de una enorme profundidad psicológica y existencial).
De todos los humores, la angustia le parece a Heidegger el más importante porque revela la extrañeza fundamental de la existencia y nos conduce por tanto a un ser más auténtico. También en el pasaje de Cortázar la angustia parece ser sinónimo de “infelicidad” y otros humores negativos. En El existencialismo es un humanismo, durante la sección de preguntas y respuestas, un miembro del público le pregunta a Sartre (se ha dicho, aunque no recuerdo quién, que la filosofía de Sartre es un malentendido genial de la de Heidegger) por qué tendría la angustia que ser más importante que cualquier otro sentimiento. Sartre, en la línea de su maestro, le responde que la angustia, aunque ocasional, es más reveladora, pero no explica por qué. Tanto Heidegger como Sartre parecen caer en un argumento circular: la angustia es más importante porque revela algo más fundamental, es decir, porque es más importante.
Otro problema con esta visión existencialista de los estados de ánimo es que, al postularlos como originarios, como algo que explica y no como algo que es explicado, no entran a dilucidar por qué o cómo varían. De acuerdo, lo que me angustia no es la llamada de teléfono que tengo que hacer a mediodía, no es ninguna de las “razones” que pueda inventarme después de haberla sentido, pero entonces, ¿qué es? Porque si sintiera la angustia en todo momento, no habría nada que explicar, pero puesto que varía, debe de haber alguna causa para el modo y el momento exacto en que varía. Un desencadenante, aunque sea biológico. ¿O rotan los humores de forma aleatoria, uno detrás de otro? Pero entonces, ¿por qué pasamos temporadas mejores y peores? Y no solo eso, sino que además encontramos una correlación entre las temporadas peores o mejores y el estado objetivo de nuestras vidas: las temporadas peores suelen “coincidir” con épocas de estrés o de desgracia.
Yo creo que supone un error metodológico poner demasiado énfasis en la angustia como algo esencialmente diferente de la vergüenza o los remordimientos o el duelo o la depresión o la nostalgia o la ira, o, en el polo opuesto, el entusiasmo incontenible, la alegría desbordante o incluso el deseo sexual. Claro que todos estos sentimientos son diferentes, pero no de un modo absoluto y compartimentalizado. Por lo que respecta a su función existencial más básica son todos equiparables en que señalan un desequilibrio (sea por carencia o por exceso) y nos motivan a realizar acciones compensatorias: a saltar y correr si nos sobra energía, a buscar un modo de corregir y enmendar nuestro comportamiento si nos sentimos culpables, a restañar nuestra imagen y nuestra identidad cuando nos avergonzamos de cómo estamos siendo percibidos, a encontrar posibles motivos de inquietud y juzgar su gravedad, etc.
No estamos nunca inactivos, ni siquiera cuando dormimos, y eso significa que la siguiente acción (así sea nada más que un pensamiento) debe ser “resuelta” a cada instante. Este movimiento, esta búsqueda de la próxima prioridad se ve impulsada por una sensación de baja intensidad que se encuentra siempre de fondo (y para la cual “angustia” o “ansiedad” sean quizás términos demasiado concretos), y que, según el objeto que encuentre como motor de la siguiente acción, acaba derivando en las demás, en pánico o en ira o en deseo, etc. Yo lo llamaría “inquietud”, porque es el término más neutro que se me ocurre, pero incluso “inquietud” posee un tinte negativo, mientras que la sensación de fondo, de entrada, no tiene por qué ser ni negativa ni positiva, no sabe aún si responde a una carencia o a un exceso.
Necesitamos “resolver” la siguiente acción, es decir, según el contexto de cada instante, necesitamos averiguar qué es “lo mejor” (lo más urgente, lo más importante) que podemos hacer. El lector está ahora mismo leyendo este artículo, pero digamos que también, al mismo tiempo, siente el aguijoneo del hambre y recuerda que no ha desayunado. Sabe que, si abandona la lectura para ir a la cocina, a lo mejor no la retome nunca, porque la verdad es que el artículo de hoy le está aburriendo un poco. ¿Qué hará? ¿Continuará leyendo o nos dejará a un lado para encaminarse a la nevera? Depende del valor que le atribuya a esta lectura, o, por ser más exactos, depende de cuánto su opinión de su propio valor dependa de seguir leyendo.
Supongamos que el lector lee estos textos porque, siendo un poco complicados, pero no demasiado, le hacen sentirse inteligente sin costarle mucho esfuerzo (creo que algún lector habrá que tenga esta motivación). Ahora bien, imaginemos también que, antes de comenzar la lectura de hoy, el lector se ha mentido ya entre pecho y espalda 20 páginas de Hegel, que por una vez ha comprendido a la perfección. La idea de sí mismo como el tipo de persona que entiende textos complejos se halla ya suficientemente substanciada esta mañana, así que este texto no le resulta nada urgente: sin pensarlo un segundo más, se encamina hacia la cocina.
O no, por el contrario, algo ha sucedido hoy que le ha hecho sentirse estúpido. En ese caso continuará leyendo para compensar esa sensación. Si fuera a la cocina a prepararse el desayuno, quizás comería sintiéndose culpable (sabiendo que hay una acción pendiente que le urge), o quizás incluso acabaría leyendo mientras mastica.
Yo escribo estos ensayos porque quiero ser el tipo de persona que escribe estos ensayos. Se trata de un deseo tan poderoso que me mantiene atado a una silla (con muy ocasionales excursiones a la cocina) durante varias horas al día. Cada frase que se ajusta a mi ideal me proporciona el placer de un deseo satisfecho, afirmándome en la identidad que persigo. Cuando mi actividad de hoy me haya brindado una cierta extensión, podré atender a otras exigencias de mi identidad menos urgentes. Durante el resto del día, aunque ya no esté escribiendo, seguiré siendo el tipo de persona que escribe estos textos. Mañana, quizás, podré tomarme el día “libre”. Pero con cada día que pase sin escribir, seré un poco menos ese tipo de persona. La inquietud de fondo encontrará entonces un objeto que tire de ella… e irá en aumento.
(Podría suceder también que, tras publicar este texto, los comentarios de mis lectores me revelen que estoy siendo percibido de un modo muy diferente al que creía estar construyendo cuando me senté a escribir: es decir, que no estoy siendo el tipo de persona que escribe estos textos, sino el tipo de persona que escribe los textos según los entiende el lector. Si me percato de que se da esa discrepancia, mi inquietud de fondo se transformará en vergüenza, lo cual me llevará a escribir de otro modo, o incluso a borrar mis textos anteriores, o, en un extremo, a dejar de escribir o a escribir sin publicar.)
Una clave aquí es que mi idea de mí mismo, mi valor, mi autosatisfacción, es siempre temporal, necesita ser revalidada cada día. Como esa barra de energía de algunos videojuegos, puede ser rellenada cada vez que realizamos acciones que nos reafirman en la identidad deseada (en el valor propio), pero desciende a cada segundo que se da con acciones neutras o insuficientes, y sufre bajones enormes cuando se dan acciones fallidas, demostraciones de las tesis contrarias a mi identidad (“no eres el tipo de persona que quisieras creer que eres”). La inquietud de fondo es ese descenso, que nos mantiene alerta para resolver la siguiente acción que vuelva a rellenarnos.
Esta labor de relleno resulta relativamente sencilla para las personas que pueden alimentar su idea de sí mismos con actividades que no dependen mucho de sus congéneres, como sentarse a leer o a escribir cierto tipo de textos (lo que yo llamo “valores no transaccionales”, o “valores autónomos”). Puede ser “fácil” también para quienes dependen de valores “transaccionales no-mediados”, como el amor o la amistad de las personas de las que han conseguido rodearse. Pero puede llegar a complicarse mucho cuando entran en juego los valores “transaccionales mediados”: si, por ejemplo, tu educación y trayectoria te han llevado a creer que solo vale la pena la gente capaz de conseguir ciertas cantidades mínimas de riqueza o sexo, te puedes llegar a encontrar tan vacío como para recurrir al crimen. Si, como la mayoría de las personas, desconoces quién estás tratando de ser, qué actividades te proporcionan valor, es probable que persigas además atajos y espejismos.
Cortázar está contento, silbando, atándose los zapatos. Y de pronto, no sabe de dónde, “la infelicidad”. Seguramente porque lleva demasiados días sin progresar con Rayuela. Porque va siendo ya hora de sentarse a escribir, aunque solo sea un fragmento que colocar en la parte prescindible de la novela y al que llamar “Capítulo 67”.
Ideas adicionales
Se sigue de lo anterior, también, que puede ser una buena estrategia mantener causas de ansiedad inanes. El trabajo, con su mezcla de dinámicas impredecibles pero rutinarias, suele ofrecer muchas oportunidades de alimentar una angustia de baja intensidad.
Se sigue también que es imposible proponer fórmulas universales, soluciones a la insatisfacción que funcionen para todo el mundo. Puesto que cada uno es el producto único e irrepetible de las influencias que han determinado qué valora, cada uno posee una combinación única de valores, que conducen a una combinación única de actividades que necesita realizar para sentir que posee valor.
La conciencia no nos libera automáticamente de nuestros valores (no hay catarsis en sentido estricto), pero los relativiza y modifica, generalmente ampliando las posibilidades de acción. Por eso la autoconciencia (el averiguar quién estamos tratando de ser y de dónde puede proceder ese querer) sí es liberadora en cierto sentido.
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Sara y su madre, Irina, se sentaron a nuestra mesa en la segunda noche, cuando ya solo quedaban dos asientos libres. Era una mesa redonda para diez comensales y no recuerdo a ninguno de los demás. Sara rondaría la treintena, si llegaba, y tenía grandes ojos oscuros, una larga melena de anuncio de loreal y una silueta de mujer joven que se dejaba abrazar…







Después de leerte me quedo pensando no en si la angustia viene antes o después, sino en por qué aparece esa y no otra. Heidegger la sitúa como originaria, pero en la práctica (y tú lo mencionas sin decirlo del todo) siempre hay algo previo que la prepara: un cansancio acumulado, una idea de uno mismo que se ha ido resquebrajando, una tensión de fondo que no hemos querido mirar. No surge en el vacío, aunque lo parezca.
La idea de la inquietud como fuerza que empuja a decidir la siguiente acción me resulta interesante. Tiene sentido, pero me pregunto si no es también un producto de cómo vivimos hoy: de esa necesidad de reafirmarnos constantemente en quién creemos ser. No sé si es universal o más bien un síntoma de época.
Y me surge otra pregunta: si todo gesto es una forma de compensación, ¿existe algún espacio que no funcione así? ¿Alguna zona donde una no esté resolviendo nada, ni corrigiéndose, ni apuntalando su identidad? No sé si existe, pero sería un descanso.
Sobre Cortázar, es genial cómo lo has hilado: la causa siempre llega tarde. Inventamos razones para darle dirección a algo que ya estaba en marcha. La cuestión es por qué ese movimiento toma unas formas y no otras.
Me dejas pensando, y eso me gusta mucho un domingo por la mañana mientras cocino.
Un abrazo.
Desde pequeño hasta los 18 años, me apasionaban el dibujo y la pintura. Dibujaba todos los días, en cualquier momento. Estaba clarísimo que mi futuro iba a ser dedicarme al arte.
Pero entonces pasó algo terrible: hice un dibujo donde pude expresar todo lo que sentía, y me quedé satisfecho. Después de eso, fue imposible retomarlo con la misma fuerza, cualquier otro dibujo me parecía descafeinado, aguado, y fui paulatinamente dejando de dibujar.