47. Valores
Un modelo dinámico de la transmisión del valor
A lo largo de este primer año de Ubicaciones, he utilizado en numerosas ocasiones el concepto de “valor”, tantas que una búsqueda del término “valor” en la totalidad de estos textos produce 352 resultados, y eso es antes de contar la presente entrega. A lo largo de los 46 ensayos anteriores he proporcionado definiciones formales e informales de a qué me refiero con esta palabra, y numerosas instancias del modo en que creo que se transmite y evoluciona, tanto en la intrahistoria de los individuos como en el conjunto de la sociedad. Ahora bien, esta abundancia, más que esclarecer, puede haber oscurecido el concepto, diluyéndolo en la totalidad y apareciendo, ante una lectura casual, como algo que el lector comprende de antemano, como lo que sea que entendía por “valor” antes de llegar hasta estas páginas. Por eso he pensado que sería buena idea concluir este primer año con un repaso a las características principales del tema, aportando además algunas precisiones.
Definición de “valor”
La primera precisión es que, cuando hablo de “valor”, no me refiero a los valores tradicionales de la sociedad o la moral: no hablo del bien, de la decencia, de la honestidad, etc. Hablo de algo mucho más básico y granular, de un puro orden de preferencia entre todos los comportamientos posibles.
Decimos también de las cosas y de las personas que “tienen valor para mí”, pero yo creo que eso es una forma abreviada de codificar comportamientos posesivos y relacionales. Si a mí me gustan mucho los coches deportivos, puedo decir que los valoro, pero en realidad lo que valoro es poseerlos, que es un comportamiento. Valoro a las personas que los tienen (es decir, valoro a ciertas personas porque los tienen), y me valoraré a mí mismo si consigo uno. Del mismo modo, cuando digo que valoro a alguien, lo que valoro es verme relacionado con esa persona, ser el tipo de persona que merece su amistad o su amor, o simplemente ser el tipo de persona que muestra inclinación por personas como ella (hablaba hace una semana de que, en el llamado “complejo de Edipo”, el niño no desea a la madre, sino ser el tipo de hombre que tiene como pareja a una mujer como la madre –es decir, comportarse como el padre).
No hay por tanto un puñado de valores a mi disposición, sino una cantidad innumerable: tantos como cosas, personas, y comportamientos atómicos, desde cruzar la calle solamente cuando el semáforo está en verde a beber un té por las mañanas. Y todos y cada uno de ellos mantiene una relación de preferencia con todos los demás. Sabemos, por ejemplo, si preferimos el té al café, pero también si preferimos tomar té a salir a correr o a ver una película o a masacrar a nuestros enemigos. Esta no es una preferencia que necesitemos recalcular a cada instante: la preferencia se encuentra ya siempre allí, incluso cuando nunca hemos pensado en ella.
Los valores son dinámicos en dos sentidos: en que se encuentran constantemente sujetos a modificaciones que dependen de la trayectoria de nuestra experiencia (un día a los 30 años comienzo a preferir el café) y en que el orden de preferencia es siempre contextual (puedo preferir tomar té por las mañanas, pero café los domingos, o esta mañana concreta), es decir, está siempre ubicado. (Nota prescindible: Saussure utiliza “valor” en el sentido de pura diferencia –que luego radicalizará Derrida– y, formalizando esta diferencia a la pura variación en la ubicación de las estructuras causales, eso es lo mismo a lo que me refiero yo).
Por último, aunque puede haber valores preestablecidos o “por defecto” (como, por ejemplo, comer cuando tengo hambre, o sobrevivir), se encuentran todos mediados por el aprendizaje (puedo declararme en huelga de hambre, e incluso dejarme morir de inanición si esto me proporciona un valor mayor que la supervivencia en el contexto actual).
Ahora bien, ¿de dónde proceden estos valores? ¿Cómo “decido” el orden de preferencia? La respuesta es que no lo decido yo, sino que lo aprendo, lo extraigo del entorno. Averiguo según el comportamiento que observo a mi alrededor qué es valorado por aquellos que me rodean, y adopto valores/comportamientos similares.
La transmisión y la transferencia del valor
Lo que sigue es un intento de modelar los procesos de adquisición de valor. No pretende ser un modelo completo ni exacto, sino una primera aproximación. Se trata de un tema que aún estoy desarrollando, pero creo que incluso en este estado primitivo puede ser de utilidad.
1. La búsqueda del equilibrio uterino
Creo que es posible que originalmente lo que estemos buscando sea el restablecimiento del equilibrio prenatal: la ausencia de sed y de hambre, de frío y de calor, etc. En realidad, cuál sea el objetivo u objetivos iniciales no es muy importante, puesto que estos acaban abriendo el mecanismo a cualquier otro objetivo concreto y aprendido (incluso a posibilidades contrarias, como veremos), pero la hipótesis del equilibrio no me parece improbable.
El bebé detecta ciertas regularidades y patrones (estructuras causales), y observa que unas conducen al restablecimiento del equilibrio y otras al desequilibrio. Por ejemplo, llorar cuando tiene hambre tiende a resultar en alimento, mientras que sonreír cuando tiene hambre solo conduce a un hambre mayor. Del mismo modo, sonreír cuando sonríe la madre resulta en un contacto, mientras que llorar cuando no tiene hambre puede llevarle a ser ignorado, o incluso a gritos y sacudidas.
La capacidad del bebé de mantener el equilibrio depende de su capacidad para manipular a los adultos que lo rodean: complacerles cuando no tiene necesidades, reclamar su atención cuando sí las tiene. Aprende qué gestos implican la aprobación y desaprobación de sus padres, su satisfacción y su inquietud, y adapta su comportamiento para provocar unos u otros según las circunstancias. Se da aquí ya una priorización contextual primitiva de los comportamientos propios que determinan cuál es la “mejor” opción en cada caso dado.
Supongamos que yo observo que mi padre está satisfecho cuando juego con pequeños coches deportivos, y molesto cuando juego con muñecas. A partir de este momento, a menos que necesite inquietarlo, tenderé a jugar con coches, porque conducen al equilibro. Mi padre quiere ser el tipo de persona que tiene un hijo que juega con coches y no con muñecas, y yo aprendo a ser ese tipo de hijo (con el tiempo, probablemente aprenda a querer ser también ese tipo de padre, transmitiendo a mis hijos el mismo valor). Los coches pasan a tener un valor del que carecen las muñecas. Pero insisto, el valor no lo tienen los coches, sino el jugar con ellos; en el futuro, cuando me vea a mí mismo jugando con coches, podré derivar la satisfacción de estar encaminándome hacia el equilibrio incluso cuando ya no me encuentre vigilado por la mirada del padre. Lo lograré ante mi propia mirada.
Esto no significa que los coches sean un símbolo de la satisfacción del padre: la estructura no es simbólica, sino causal. No significa tampoco que la aprobación o desaprobación del padre me lleve a reprimir una tendencia “natural”: el valor está siendo aprendido por primera vez, debajo del aprendizaje puede haber tendencias iniciales, pero no definitivas ni persistentes ni substanciales (no hay metafísica, no hay fundamentos eternos, somos pura superficie).
2. El aprendizaje del valor más allá del entorno familiar
Cualquier persona capaz de conducir a una reducción del desequilibrio (ansiedad, inquietud) pasa a tener peso, es decir, a ser capaz de otorgar valor. No hay un privilegio biológico de la madre, ni mucho menos del padre, sino un privilegio circunstancial. Por tanto, conforme los padres comienzan a compartir la cotidianeidad del hijo con otras personas (profesores, compañeros de clase, etc.) su influencia directa disminuye.
Ahora bien, puesto que las estructuras causales sobre las que se sostiene el valor son una construcción acumulativa, cualquier influencia posterior debe tratar de encajar dentro del sistema de las estructuras previas. Si a los cuatro años conozco a un maestro que me anima a jugar con muñecas, su actitud puede provocar que yo lo considere a él sospechoso –alguien con quien no debería asociarme, alguien que puede conducir al desequilibrio. Que el valor de las estructuras causales, como las estructuras mismas, sea acumulativo y esté estructurado explica por qué somos estables, en lugar de cambiar de personalidad con cada nueva experiencia o influencia (algo que, sin embargo, puede suceder cuando se trata de valores no fundacionales, superficiales, que podemos ver modificados en innumerables ocasiones sin requerir grandes cambios en el sistema total).
Claro que esto no significa tampoco que los valores iniciales sean inamovibles. Cada nueva experiencia por parte de cada nueva persona capaz de proporcionar equilibrio viene a modificar ligeramente la totalidad del sistema, y por lo tanto a relativizar y matizar, aunque sea muy ligeramente, todo el resto de valores. Cuando no hay fundamento, solo pura construcción, cada nuevo nodo define ligeramente un nuevo centro.
Es decir, el peso que una persona tiene en la transmisión de un valor está relacionado con al menos tres factores: la importancia de esta persona para nuestro equilibrio (el juicio de un desconocido carece de poder), la importancia que le da a su vez al comportamiento en juego (quizás a mi padre le disgusta solo un poco que juegue con muñecas) y el orden cronológico en que alcanzó a comunicárnoslo.
3. Del equilibro al valor individual
El desequilibrio pasa muy rápidamente de estar vinculado a la comida o al calor para vincularse con la totalidad del comportamiento. Si yo sé que el ceño fruncido de mi madre conduce al desequilibrio, pronto bastará con que suceda algo que tiende a producir ese ceño fruncido para que yo sienta aproximarse la tormenta. En este punto, ya no se trata de evitar el hambre o el frío o la violencia, sino de evitar cualquier elemento que pueda conducir de forma indirecta a ellos, y de fomentar los que conduzcan a la estabilidad general.
El nivel de flexibilidad que se da aquí es tan enorme que puede llegar a subvertir el objetivo inicial, como en el ejemplo anterior sobre las huelgas de hambre. Yo puedo sentir que me encamino hacia el equilibrio (siento “paz interior”) cuando me dejo morir de inanición por una causa en la que creo. Claro que, para llegar a este nivel, ciertos valores asociados con el heroísmo y la política han debido ser prevalentes en la construcción del sistema de valores que soy.
Este giro del objetivo inicial (sea el equilibrio uterino, la simple homeostasis, la satisfacción de necesidades primarias o cualquier otro u otros) a un objetivo completamente abierto es esencial, porque explica la propia apertura del comportamiento humano, su susceptibilidad de ver cualquier impulso mediado por el aprendizaje. Es lo que nos convierte en los seres en los que la existencia precede a la esencia, en seres que se definen ante la posibilidad absoluta, sin estructuras predeterminadas, des-fundamentados, abisales (ab-grund), sin dejar por ello de estar completamente determinados.
Aunque por supuesto este giro no es exclusivo de los seres humanos. Cualquier sistema de aprendizaje enfrentado a la estructura causal se encuentra con la posibilidad de ver transformados los objetivos iniciales por estructuras parciales. Se trata del tipo de comportamiento aprendido que describe el “condicionamiento instrumental” con que Skinner y otros mejoran a Pavlov, pero que aquí podemos describir de un modo formal como un efecto de la topología de la red de los sistemas de aprendizaje: en cierto modo, los objetivos iniciales pueden verse aislados por mínimos o máximos locales, perdidos en la inmensidad de las estructuras causales que conducen a ellos, de tal modo que el objetivo efectivo, cotidiano, pasa a ser algo más difuso, extendido a lo largo de todo el sistema, y que se puede resumir en la idea de la obtención del puro valor: de la simple ejecución de los comportamientos prioritarios.
Quizás el cálculo interno del valor depende de la búsqueda del equilibrio, pero las acciones del sistema no buscan el equilibrio, sino el valor mismo.
4. La resolución de los conflictos de valores
¿Qué sucede cuando me encuentro con valores contradictorios? Supongamos que mi padre ama los coches deportivos y mi madre los odia, y supongamos que ambas figuras poseen un peso equivalente.
Una solución sencilla a este problema sería la de considerar que el valor del uno anula el del otro, y que yo, como resultado, me quedo en la indiferencia. Ahora bien, el valor no es un valor numérico, una cantidad que pueda sumarse y restarse o de la cual sacar medias: el valor es un orden de prioridad, una ubicación, y por lo tanto solo puede combinarse adquiriendo prioridades diferentes según la dimensión. Un ejemplo que ataña a valores fundacionales ayudará a visualizar la complejidad de este mecanismo.
Digamos que el amor de mi padre por los coches deportivos no es una mera preferencia, sino un pilar de su identidad: quizás es un piloto de carreras fracasado que, en lugar de contribuir a las finanzas familiares, se dedica a adquirir coches sin consultarlo con mi madre. El odio de mi madre por los coches pasa a ser definitorio, quizás provoca su divorcio. Mi actitud hacia los coches deportivos no va a ser indiferente, va a ser problemática. ¿Qué significa esto?
He dicho que los valores son dinámicos por lo que respecta al contexto, que son ubicaciones en las estructuras multidimensionales de nuestro conocimiento. Esto significa que no se dan en una sola dimensión, en una lista donde el número 1 es, por ejemplo, el amor, y el número 8.000 son los coches deportivos. Significa que los coches pueden ser muy importantes en una dimensión determinada (por ejemplo, en el área del transporte) e irrelevantes en otra (por ejemplo, la decoración del portal de mi casa). Por lo tanto, su valor dependerá de mi propia ubicación cambiante entre estas dimensiones: puedo reconocerles mucha importancia cada vez que viajo, y restársela cuando estoy tomando el sol en el jardín.
En el caso del conflicto entre mis padres, buscaré un encaje a ese conflicto otorgándoles a los coches deportivos mucha importancia en unas dimensiones y negándosela, incluso despreciándolos, en otras.
Yo creo que la dificultad que pueden entrañar estos encajes de valores conflictivos es lo que se encuentra detrás de algunos síntomas de ciertas enfermedades mentales. Tomemos, por ejemplo, el caso de muchas de las “histéricas” de Freud, cuyos síntomas parecían arraigar en la desagradable sorpresa que se llevaban en la noche de bodas. Educadas en el puritanismo del XIX, en la creencia de que ser una mujer digna consistía en comportarse como si el cuerpo no existiera, descubrían en su edad adulta que su valor social fundamental, exigido y esperado incluso por sus padres, se basaba en la pura corporalidad. La incapacidad para encontrar un encaje a esta contradicción producía los síntomas neuróticos. También creo que las fantasías psicóticas (pienso por ejemplo en las elaboradas teorías de Schreber) resultan de las dificultades de dar encaje a contradicciones imposibles dentro de la construcción del propio valor, que es la propia identidad. Una característica común a todas las fantasías psicóticas es que convierten al enfermo en una persona “importante”, en que adquiere en ellas el valor soñado: está siendo contactado por alienígenas o espías o dioses, el destino de la humanidad depende de él, etc.
La emergencia de los fenómenos sociales a partir del valor: historia y economía
Una derivada interesante del modelo anterior es que soluciona el problema de la relación entre lo individual y lo colectivo. Porque si analizamos la totalidad de mi comportamiento, resulta que cada elemento granular de las incontables preferencias que constituyen mi identidad me ha sido comunicado por otra persona, que a su vez lo recibió de otras, y así sucesivamente. Es decir, tiene tanto un origen social como un destino social, porque no solo procedo yo de lo social, sino que vengo además a sumarme al resto de individuos que sostienen alguna variación de cada valor que compartimos, y paso además a transmitírselo a otros a través de mi comportamiento. Podemos hablar de una epidemiología del valor (como la semana pasada hablábamos de la epidemiología del deseo, que es uno de los avatares del valor).
Mi individualidad se explica porque el modo exacto en que se dan todas estas combinaciones es único e irrepetible. La combinación única del amor por los coches deportivos de mi padre con el odio de mi madre y con las diferentes actitudes de otros personajes menores de mi vida produce en mí una forma de encarnar este valor particular que es singular en sí misma, y aún acaba siendo más singular cuando se ve relacionada con el resto de valores igualmente únicos que constituyen mi identidad.
Ahora bien, aunque somos únicos, podemos comunicarnos porque estamos todos hechos de piezas comunes.
Las sumas de valores generan corrientes, tendencias, que pueden ser locales, globales, y cualquier rango intermedio, y dan lugar a las corrientes históricas y a la economía.
Por ejemplo, el precio que yo estaría dispuesto a pagar por un coche deportivo, con indiferencia de mi capacidad adquisitiva, depende de la importancia que le atribuya (de la prioridad que le dé con respecto al resto de mi ser), que como hemos visto tiene una procedencia que es al mismo tiempo íntima y social. El precio de mercado de un coche de este tipo va a depender de la combinación de la dificultad de su producción (que determina la capacidad de oferta) con la suma del valor que le atribuyamos yo y el resto de personas que compartimos este ideal (que constituye la demanda).
Conclusiones
Me detengo aquí, porque las múltiples líneas de fuga que emergen de este texto han sido ya exploradas en este primer año, o suponen un motivo de desarrollo y exploración para el año próximo. Por ejemplo, el aspecto psicológico y su influencia en el deseo y en nuestras elecciones de pareja es algo de lo que he hablado en varias ocasiones; no tanto así el aspecto de las enfermedades mentales. He hablado también del modo en que la historia y la política se construyen a partir del valor individual, pero por lo que respecta a la economía, solo hice un primer apunte aún pendiente de consecución.
Lo que querría resaltar antes de despedirme es la capacidad explicativa del valor, el más vacío de los conceptos (más, sí, que “ser”). Vacío porque en sí mismo no tiene contenido, sino que lo toma de cada instancia individual en la que se da. Y, sin embargo, a través de un mecanismo relativamente simple, unifica nuestra vida interior, nuestras aspiraciones individuales, nuestra vida amorosa, y las corrientes generales de la historia, la política y la economía –incluso, de forma indirecta, la ciencia y el pensamiento.
Seguiré explorando sus implicaciones en el año próximo.
Discuto la relación del valor y la conciencia con mi amigo Germán Steszak, otro programador/filósofo, en el episodio piloto de EcoUbicaciones:
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Enhorabuena por el podcast, me ha parecido muy interesante. Lo recomiendo. Y también por el cierre de este primer año. Es un texto ambicioso, muy trabajado, con una voluntad clara de sistema y una capacidad grande para articular psicología, aprendizaje, historia y economía en un mismo marco. Se nota el recorrido y la coherencia del proyecto.
Gracias por compartirlo y por mantener un espacio de pensamiento tan exigente.
Abrazo!
1.-La relación con las "enfermedades mentales" es palmaria. Siguiendo con lo qué dices, parece evidente que se nos transmite una preferencia comportamental por ciertas emociones y pensamientos que nos hace vulnerables. Así, cualquier mínimo reducto de insatisfacción es visto como algo intolerable, como un anti-valor que hay que eliminar, lo cual lleva a una obsesión y a la incapacidad de afrontarlos, pues nos sensibilizamos en exceso y disminuye a la larga el umbral de sufrimiento (una especie de hormesis). También es paradójico que algunos de los mecanismos para distanciarse de los pensamientos y emociones contribuyan a los mismos (meditación, cambio de pensamientos ¿irracionales por racionales?), pues siguen sustentando como importantes esas emociones y pensamientos sin llegar a comprender que sin considerarlo importante mengua su relevancia.
Además, el lenguaje psicológico-patológico se ha convertido en el imperante y no da lugar a otros lenguajes o conceptualizaciones del asunto, ya sea uno moral, religioso, político, de decisiones vitales en sociedad o uno más causal, como el que propones. Antaño se tenían posesiones demoníacas, casos de histeria (Charcot, luego Freud) o contactos con espíritus, como el alcoholismo era un vicio. Cada conceptualización tiene sus ventajas: considerar enfermo a un depresivo le quita estigma, sí, pero también tiende a producir profecías auto-cumplidas y a producir cierta complacencia social que refuerza esa conducta. A un poseído se le toleraban cosas que no a alguien normal, como desahogarse, ser maleducado o evitar deberes, pues no es "él", en su sano juicio, sino él enajenado por espíritus malignos o enfermedades mentales.
De este modo, ante una vida vacía sin nada a lo que dedicarse nace la depresión, y así se explican muchos de los casos de personas mayores, jubiladas o cuyos hijos ya se han independizado. Para los jóvenes más de lo mismo: no se les ha enseñado ningún valor rector y entonces no tienen qué rija su vida y sufren a la mínima, pues no hay ninguna preferencia comportamental que justifique la insatisfacción.
2.-A su vez, esto se combina con el valor individualista-subjetivo. Es decir: aprendemos que el comportamiento más importante es nuestro bienestar, es mirarnos al ombligo y no mirar más allá. Entonces, cuando la vida está centrada en uno mismo y uno no es capaz de hallar bienestar se le derrumba el mundo encima y deviene preso de la propia mente. Cualquier sufrimiento cuya causa codifiquemos como externa es fácilmente reducible (puedo gritarle al conductor de al lado o gritarle al médico que no ha curado a mi hijo). En cambio, cuando no hay codificación externa, no hay forma de reducir ese sufrimiento (la propia depresión o la propia ansiedad como desconectada de algo externo). La disminución de la natalidad y la disolución de familias amplias así como de matrimonios, por ejemplo, hace que muchos de los valores que puedan regir una vida desaparezcan, sustituidos por el propio bienestar. Por eso todo el mundo busca aficiones, objetivos, propósitos, para intentar saciar esa preferencia de nuestra época que está centrada en nosotros mismos. De este modo hallamos muchos casos de salidas a supuestas "enfermedades mentales" con un cambio de rutina, con nuevos micro-valores en cambios de contexto. El problema es que esos valores son mucho más débiles y cambiantes, pues sólo los sustenta uno mismo, mientras que otros valores son mucho más rígidos. Esto explica las sectas y los sub-grupos: ¿cuantos cincuentones se apuntan a grupos de budismo o de crossfit y por qué? Para conseguir que ese contexto sea más rígido e incluyan relaciones sociales, pero tales uniones sociales por afinidad suelen disolverse más rápidas que aquellas regidas por el deber.
Así, uno puede disfrutar de un mes dedicado a la cerámica (son sintomáticas las extraescolares para adultos), pero cuando se le pase el subidón seguirá pensando "no estoy del todo bien". Otro ejemplo es la insatisfacción laboral, existente porqué se ha transmitido que el trabajo debe ser algo grato y especial. Yo he visto a mucha gente de clase media universitaria frustrada con trabajos cómodos y a poco currela en la misma situación con trabajos duros. El primero ha recibido el valor de un trabajo especial y no tiene el valor de la necesidad económica, mientras que el segundo ha recibido el valor de que currar es lo qué hay y punto, sin más milongas.
3.-Es muy difícil y contrario a nuestra naturaleza mamífera social vivir sin razones (en un ocio permanente) y sin vínculos sociales rígidos. Aceptar una vida sin "sentido", sin nada a lo qué orientarse ni nada qué hacer, es algo reservado a pocos. Igual que con las conceptualizaciones de sucesos. Alguien que no considere "mala" la muerte de sus padres o de su mujer es visto como alguien inmoral, frio, raro o inhumano, incluso como patológico. Sirva esto como ejemplo de esas genealogías de valor cultural y biológicamente determinadas.
4.- Muy grato encontrar tu lectura. Al principio me costó pillar tu "jerga" y tus coordenadas, pero ya he logrado traducir tus conceptos a los míos y he hallado muchas afinidades y concordancias sobre ciertos fenómenos que pueden exponerse de muchos modos pero refieren a las mismas realidades. Seguimos leyéndonos el año que viene si la diosa fortuna lo tiene a bien.
Saludos, y felices fiestas.
PD: Como regalo de navidades, si no lo has leído, creo que puedes gozar mucho de cualquier cosa de George Santayana, afín a mucho de lo que expones.