14. Fascismos, o la ideología de la superioridad como un trasvase de valor
El fascista se explica sus carencias como consecuencia de la existencia del otro y sueña por ello con ocultarlo, expulsarlo, destruirlo
“Vosotros sois unos fascistas”, nos dijo Koldo a Molly y a mí, y, más que ofendidos (aunque también), nos dejó estupefactos. ¿Fascistas nosotros que nos considerábamos a la izquierda de la izquierda, que llevábamos desde el 11M de manifestación en manifestación, que jamás habíamos votado a nadie más a la derecha que el partido comunista?
Todo había comenzado el día anterior, cuando, en casa de mi tía, Molly hojeó un libro de ejercicios de inglés de mi prima, que tendría por entonces ocho o nueve años, y vio que contenía errores gramaticales. Mi tía no habla inglés, así que no habría podido detectarlo ni hacer nada al respecto. Pero como mi prima estudiaba en la ikastola y mi tía tampoco habla euskera, Molly hizo la reflexión de que sufría la misma ceguera con respecto a todas las asignaturas. No estaba criticando a las ikastolas en particular, simplemente haciendo una observación genérica sobre las limitaciones de los padres que envían a sus hijos a colegios donde se enseña en un idioma que ellos mismos desconocen. Molly estudió lingüística, y le gusta pensar en estos asuntos.
Ahora bien, cuando al día siguiente cometió el error de mencionar su reflexión delante de Koldo, este se lo tomó como un ataque al sistema educativo del que él mismo procedía y, por más que intentamos hacerle ver que se trataba de una observación neutra, casi de una obviedad, él se empeñó en encontrarnos en falta y terminó soltándonos su sentencia: “Vosotros sois unos fascistas”.
La palabra “fascismo” experimentó un proceso de generalización muy rápido a lo largo del siglo XX. Originalmente se refiere al fascio, un símbolo romano utilizado por ciertos sindicatos italianos, y a la ideología de Mussolini. Según esta definición estrecha inicial, se trataría de un fenómeno bien diferenciado del nazismo alemán o del falangismo español. No tarda, sin embargo, en convertirse en sinécdoque de toda ideología percibida como totalitaria o autoritaria, antes de dar el salto filosófico, en la Francia de los años 60, a estructuras psíquicas: el “fascista interior” de Foucault, los “microfascismos” de Deleuze y Guattari. En un hilo popular de Twitter se discutía hace unos días si utilizar auriculares con cancelación de ruido en los aviones era o no era fascista. Se trata evidentemente de un extremo cómico, pero indica hasta qué punto se ha extendido y diluido el campo semántico de este término para denotar cualquier tipo de comportamiento que queramos censurar y percibamos como próximo a una ideología conservadora: el individualismo, por ejemplo, o el apoyo al capitalismo.
En contra de lo que suele pensarse, las definiciones no preceden a las palabras, sino que estas emergen de la percepción colectiva de un patrón. Vemos similitudes entre ciertas entidades, comportamientos o ideas, y les damos un nombre: “fascista”, por ejemplo. Solo más tarde, cuando llegan los autores de diccionarios o los filósofos que tratan de encajarlas en sus totalidades conceptuales, nos ponemos a pensar en sus límites concretos, a “esclarecerlas”, trazando la línea exacta que las separa de las demás. Aquí comienza un fascista y aquí termina, decimos, y consideramos, lingüistas y filósofos, que hemos hecho un descubrimiento, cuando en realidad estamos creando una nueva realidad. “Traernos a la conciencia”, “pensar” no es un acto de mero des-velamiento, sino un acto inaugural. El éxito de este acto depende de cuánto del patrón percibido común logremos abarcar con la definición.
Ahora bien (y aquí me traigo yo a mi totalidad conceptual el hecho mismo del lenguaje), toda comunicación es comunicación de valor, como he señalado repetidamente en estos ensayos. Desde la elección de nuestro estilo o nuestro vocabulario a las estructuras cognitivas que tratamos de transmitir, todo sirve para exaltar la identidad del hablante dentro de los parámetros únicos de su sistema de valores. Cuando llamamos a alguien “fascista”, estamos condenándolo, señalando su falta de valor, y haciéndolo en base a una diferencia concreta, a una distancia de mi propia ubicación. Lo primero que dice la frase “vosotros sois unos fascistas” es: “Yo no lo soy”. Yo estoy aquí y soy válido, tú estás allí, del otro lado, y no lo eres.
Claro que esto describe cualquier término peyorativo. Lo que señala “fascista” es una ubicación concreta en el modo de ser-peor. Una forma que nos asocia con los seguidores de Mussolini, Hitler y Franco, o con sus proximidades. El fenómeno de la expansión semántica se debe a que es espacial, y por lo tanto contagiosa: si un fascista es alguien que se encuentra próximo a otros fascistas, entonces quien se encuentra próximo a quienes se encuentran próximos es un fascista también, lo cual amplía la posibilidad del fascismo al nuevo círculo de proximidades, que no deja así de expandirse hasta abarcar a todos excepto al hablante (y a sus propias proximidades, generalmente a sus espaldas, porque el hablante se encuentra siempre de cara al fascismo, en la primera línea de resistencia). De ahí que, desde hace décadas, haya surgido la idea de que “fascista” es lo que ciertas personas llaman a todos aquellos con quienes no están de acuerdo.
Lo cual no significa que “fascista” sea un término irrelevante o vacío, o un mero insulto. Porque el ser de los seguidores de Mussolini, Hitler y Franco es concreto y está repleto de determinaciones, y existe por tanto la posibilidad de medir la distancia que nos separa o nos une a ellos. Es decir, el origen histórico del fascismo importa, si es que vamos a tratar de hacernos una idea no solo de la distancia que media entre Mussolini y nosotros (y entre nosotros y Koldo), sino de la dirección (los modos) en que se da esta distancia. “Fascista” no es una estructura, ninguna palabra lo es, sino la ubicación de un conjunto de modelos.
El racismo, por ejemplo, es uno de los modos concretos del fascismo histórico, como lo es el nacionalismo. El racismo y el nacionalismo tienen características similares, en que ambos consisten en exaltar el valor del grupo al que pertenecemos a través de la desvalorización (explícita en la derecha, implícita en el nacionalismo de izquierdas) de otros grupos. En ambos también, el prerrequisito imprescindible es la existencia de los grupos propios: debe haber una raza a la que pertenecer para ser racista, debe haber un Volk, es decir, una unidad histórica de personas a las que llamar “nación” o “pueblo” para poder ser nacionalista.
Otro de los modos del fascismo originario consiste en el esencialismo, en la promesa del regreso a un pasado mítico o la construcción de un futuro ideal (el Reich que durará 1000 años, el imperio romano o español), pero ambos anclados en esencias eternas e inamovibles. Es decir, el trasvase de valor del grupo ajeno al propio supone una restitución de derechos, un restablecimiento del orden natural del mundo.
Imaginémonos a un hombre blanco pobre de EEUU que se valora en una forma tradicional de ser hombre y un poder adquisitivo al que no tiene acceso. No solo le permite el fascismo otorgarse el valor del color de su piel y de su género, sino que le explica además su falta de valor económico a través de la usurpación sufrida a manos del otro: él tendría más dinero si no fuera por el inmigrante, que le roba el trabajo o abarata la mano de obra o causa con sus crímenes la decadencia y el declive de su ciudad. Su masculinidad se encuentra también amenazada como valor por los homosexuales, que han devaluado potentes significantes de género como el matrimonio, o por las feministas, que le niegan la posibilidad de pensarse “ganador del pan” o “cabeza de familia”. El concepto mismo de género se diluye frente a la realidad cada vez más presente de los transexuales.
Este hombre, emulando a padres, amigos y vecinos, se ha ido construyendo de un modo determinado, “tradicional”, que está siendo ahora puesto en duda, cuando no condenado o incluso ridiculizado. No se trata de datos neutros, de definiciones de diccionario que se vea obligado a revisar (¿qué es un hombre? ¿Qué es una raza? ¿Qué es un americano?), sino de los ideales de excelencia que han guiado su construcción. Cuando cuestionamos estas nociones, cuestionamos su ser mismo.
Ahora bien, si él elimina de su territorio (silencia, repatria, concentra en campos o guetos o simplemente asesina) a todas estas personas (inmigrantes, homosexuales, transexuales, feministas, izquierdistas) que cuestionan su valor, su valor será reconocido, restituido de una vez y para siempre. El fascista quiere detener el tiempo en el momento en que la configuración de valores le sea más favorable, bien a través de la restauración de un pasado mítico en el que él habría sido el tipo de persona ideal (el Imperio romano o español), bien a través de la instauración de un nuevo territorio (el Reich, la América del hombre blanco, las ciudades-estado de los libertarios de Silicon Valley o el Marte terraformado de Elon Musk).
Esta es pues mi propuesta de definición del fascismo: la exaltación del valor de mi identidad a costa del valor de ciertos grupos, el deseo de expulsar del territorio en que me encuentro a todos los que cuestionan mi valor, la exorcización del desvalor ejecutado en el cuerpo de las minorías, un sacrificio humano ofrecido en el altar de la estabilidad de los valores (es decir, de la identidad) del fascista.
Erudiciones prescindibles (Name dropping)
Foucault define el fascismo (por ejemplo, en la introducción al Anti-Edipo) como cualquier impulso de poder y dominación. Para Foucault, “poder” es un término irreductible: no algo que debe ser explicado, sino aquello que explica todo lo demás. El conocimiento y la verdad se definen en función del poder, y no a la inversa. Enlaza en este aspecto con una tradición naturalística que ve las luchas de poder como una parte básica de nuestro ser animal: Hobbes, la dialéctica del amo y el esclavo de Hegel, Nietzsche, etc.
Pero “poder” no es un término simple. Se da en el espectro de cualquier tipo de comunicación, entendida esta como la socialización de las estructuras cognitivas individuales a través del comportamiento, desde la palabra hasta la violencia.
Yo trato de imponer mi valor al mundo haciéndole valorar los principios sobre los cuales me he construido a mí mismo. Si la persuasión no funciona, paso al odio: odio (es decir, resto capacidad de valorar) a aquellos cuya existencia supone una negación de mi valor. En el extremo, este odio puede resultar en violencia, es decir, en la condena pública, la reducción física o incluso el asesinato de aquellos que se interponen en el reconocimiento de mi valor.
El poder es la capacidad de imponer mi valor, sea por la palabra o por la fuerza. El fascismo no es el deseo de poder, que es un derivado de la estructura existencial fundamental de querer ser valorado, sino un modo específico de buscar el valor propio: a través de la destrucción o expulsión de una categoría concreta de personas.
Foucault llama al Anti-Edipo “un libro de ética”. No hay ninguna ética, ni siquiera la más abstracta (Kant), ni la que se proclama menos moralista (Nietzsche) que no venga cargada de imperativos, de “tú debes”, y por lo tanto de culpa, de dudas sobre el valor de la propia acción y el propio ser. ¿Estoy siendo justo (Kant)? ¿Estoy siendo fuerte (Nietzsche)? ¿Estoy siendo un fascista (Deleuze y Guattari)? No hay libro de ética del que no emerja un pálido dedo fantasmal que señala al lector.
En Los demonios, Dostoyevski utiliza la cura del endemoniado del Evangelio de San Lucas como metáfora de la situación política de Rusia. Así, del mismo modo en que Cristo expulsa a los demonios que se hacen llamar Legión del cuerpo del endemoniado, introduciéndolos en una piara de cerdos que acaban ahogados en el lago, así los demonios de Rusia (el socialismo, el anarquismo, el empirismo, el racionalismo, la legión de ismos extranjeros que corrompen al ruso auténtico), son expulsados a los cuerpos de los revolucionarios y serán aniquilados con estos. Dostoyevski se muestra aquí como un fascista prototípico: la cambio de los valores toma forma humana que puede ser destruida/sacrificada.
Judith Butler, en su última obra sobre el género (Who’s afraid of gender?) muestra una perplejidad sorprendente ante las reacciones negativas suscitadas por el cuestionamiento de las identidades de género tradicionales. Solo logra explicárselas con la conveniente y poco creíble muletilla de la izquierda de que las masas deben haberse dejado manipular por el poder (la iglesia católica, el GOP, etc). Ahora bien, Butler defiende que el género es una construcción (lo cual no significa que sea una elección): ¿no se sigue que las identidades tradicionales se vean amenazadas de desvalorización por la puesta en valor de identidades alternativas? El valor es siempre una relación de preferencia, y por lo tanto no puede permanecer intacto cuando cambian los términos de la relación.
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