10. Perdedores, o de la esclavitud en EEUU a Gaza y a cada uno de nosotros
Una sola línea de fuerza lleva del Oeste americano a la guerra de la independencia de Cuba, la participación de EEUU en la II Guerra Mundial y el genocidio de Gaza
Hay una escena en No other land, el documental ganador del Óscar que no encuentra un distribuidor en EEUU (un cine de Miami Beach está siendo desalojado por mostrarlo), en la que Yuval Abraham, un periodista israelí, se queja de que su último artículo denunciando la destrucción de Massafer Yatta solo ha recibido unos cuantos cientos de visitas. Es el 2020, cuatro años antes de que comience el genocidio de Gaza. A su lado en el coche se encuentra Basel Adra, coprotagonista y codirector del documental, un palestino que lleva toda su vida resistiendo los intentos israelíes de arrasar con bulldozers cualquier rastro de su existencia.
En este punto del metraje ha quedado ya patente la disparidad entre las fuerzas, la diferencia en cada enfrentamiento entre los soldados israelíes, armados de maquinaria y ametralladoras, y los habitantes palestinos, que tratan de resistirse a la destrucción de sus hogares con manos desnudas, teléfonos móviles, gritos y reproches. Basel y Yuval no se miran el uno al otro mientras hablan, ambos mantienen la vista fija en la carretera. “Tú es que quieres resolverlo todo en diez días con un par de artículos”, le dice Basel a Yuval. Yuval protesta, discuten un poco. Basel, al cabo de un rato, le aconseja: “Tienes que acostumbrarte a fracasar. Tienes que asimilar que estás en el bando perdedor”.
Qué cerca y qué lejos se encuentra esa frase del “hasta la victoria siempre” que el Che le mandó a Fidel en su carta de despedida. Basel se queda en un “siempre” desnudo, sin victorias, en una obstinación ciega, más profunda por ello, más poderosa. Le está diciendo: no pienses en objetivos, no pienses en la victoria, simplemente lucha, porque la lucha eres tú, porque no tienes nada más que tus manos y tu cámara y tus palabras, pero tampoco ninguna alternativa. No luchas porque vayas a ganar, sino porque cuando dejes de luchar, habrás dejado de existir.
Hay una línea narrativa que lleva sin desvíos desde el Oeste norteamericano a la guerra de la “independencia” de Cuba, la participación de EEUU en la II Guerra Mundial y la destrucción del colegio (levantado décadas atrás por las noches a hurtadillas del ejército israelí) donde Basel estudió sus primeras letras. Podría contarse así:
Durante los siglos XVIII y XIX, EEUU se encuentra inmerso en un proceso de colonización interior: el sometimiento de los nativos, la anexión de los territorios mexicanos de Texas y el sur de California y el sofoco de las tensiones internas a través de la Guerra Civil requieren toda su capacidad militar, económica y política. Pero conforme estos procesos van llegando a término, conforme la configuración e identidad internas del país se van estabilizando, se van liberando también cantidades ingentes de recursos que van a necesitar una salida. Su maquinaria guerrera y capital buscará expandirse ahora más allá de sus fronteras, siguiendo el ejemplo colonial del resto de superpotencias mundiales. El primer objetivo evidente es el reino en decadencia de España, la superpotencia más debilitada y con las colonias más próximas, y en 1898 EEUU se hace con Cuba, Puerto Rico, Guam y las Filipinas. Estas “conquistas” lo llevan hasta el Pacífico, donde rivalizará con las ambiciones del principal imperio asiático, Japón, en un choque que, tras innumerables escaladas, culminará en el ataque de Pearl Harbor y la entrada de EEUU en la II Guerra Mundial en 1941. Incluso en este momento, el interés de EEUU por el escenario europeo es muy inferior al del Pacífico, pero la mutua destrucción del resto de potencias coloniales está creando enormes vacíos de poder, y la Unión Soviética, que acaba de revelar su capacidad de intervención internacional, se muestra más que dispuesta a llenarlos. En la geopolítica entendida como un juego de suma cero, EEUU no “tiene otra opción” que participar en Europa para hacerse con todos los expolios que pueda arrebatarle a la URSS (de lo contrario, le estaría regalando piezas de poder a su nuevo rival).
Uno de estos expolios es el patronazgo de Israel, tomado de Inglaterra, y con él un enclave estratégico en mitad de una zona de influencia soviética: el Medio Oriente. A lo largo de las siguientes décadas, EEUU invertirá miles de millones de dólares en armar a Israel (y a partir de 1979, en un doble movimiento de defensa y refuerzo, a Egipto). Israel no es un estado “amigo” o “aliado”, sino un recurso militar, un francotirador a sueldo colocado en una “zona de interés”.
Esta es la línea narrativa, y yo la visualizo como una bola de energía naranja o roja compuesta de infinitos filamentos que va creciendo sobre el mapa de EEUU hasta que alcanza una cierta masa crítica y comienza a expandirse y a lanzar brazos o tentáculos ardientes sobre todo el planeta. Uno de esos tentáculos, por mediación de Europa y sus conflictos, toma la forma local inmediata de los bulldozers que arrancan los muros del colegio de Basel; otro se transforma en el soldado israelí que dispara sobre un grupo de manifestantes desarmados, dejando parapléjico a Harun (Harun se pasa el resto del metraje muriendo en un camilla en mitad del desierto).
El sujeto de esta historia es EEUU, y hablamos de él como una entidad substancial, como un ser con intenciones y deseos coherentes y con capacidad de acción. Cada uno de nosotros nos imaginamos algo diferente bajo ese nombre: yo, una especie de minotauro cibernético, otros quizás una forma geográfica con brazos o un bebé gigantesco o un gran Uncle Sam o un soldado del tamaño de un país, pero todos algo físico, visible, orgánico, que se mantiene en el tiempo. Antropomorfizamos una entidad geográfica o política para hacerla protagonista de un cuento: primero hace esto, lo cual le lleva a esto otro, etc.
Un sujeto es un lugar en el que detener la cadena causal, un punto en el que cerrar las explicaciones: ¿por qué EEUU intervino en el escenario europeo de la II Guerra Mundial? Porque quería expandir su zona de influencia a costa de la expansión de la URSS. Es decir, porque tenía una voluntad. La voluntad, tanto la de una persona como la de un grupo, se considera soberana y absoluta: no nos preguntamos de dónde procede ese “querer”, podemos dejar de pensar.
Un análisis marxista de la narración anterior (el marxismo es el psicoanálisis de las sociedades) complica un poco el cuento, descomponiendo esa entidad unitaria, el sujeto, en una serie de procesos internos. ¿Por qué EEUU quiere expandir su zona de influencia? Porque el capital ha alcanzado un cierto nivel de acumulación y necesita por tanto ocupar nuevos mercados. EEUU no es ya un ser unitario, sino un sujeto hecho de sujetos, las clases, que mantienen dinámicas de las cuales resulta el comportamiento social (del mismo modo en que en el psicoanálisis se divide al sujeto en varias entidades con dinámicas internas).
Si escuchamos a pueblo y gobernantes, como si escuchamos el discurso del neurótico, la narración sigue caminos completamente diferentes. Los gobernantes nos dicen que van a intervenir en Europa para apoyar a sus “aliados” o para luchar contra el “fascismo” y por la “democracia”; los cinco millones de americanos que se ofrecieron a participar como voluntarios (diez millones más entraron en las fuerzas armadas por obligación) creían evidentemente que estaban luchando por algo más que los intereses del capital. ¿Mentían los primeros y se engañaban los segundos? Según el marxismo, los primeros pueden haber mentido o haberse visto cegados de ideología por sus intereses de clase; los segundos habrían sido conducidos al matadero por la ideología de la clase dominante. Claro que las mentiras conducen a contradicciones en la acción (como se ve pervertida la acción del neurótico): si luchaban contra el fascismo, ¿por qué no intervinieron contra la dictadura española? Si defendían la democracia, ¿por qué imponían protectorados, subvencionaban dictaduras, organizaban golpes de estado, etc.?
Para el marxismo, con la única excepción del revolucionario, todos somos víctimas o verdugos, lo cual conduce a una actitud general de paternalismo de la que participan incluso los sectores más centristas de la izquierda. El “pueblo”, masa noble e ignorante, no sabe lo que le conviene, y por tanto acaba dejándose matar en las guerras del capital o votando a Trump o a Milei. Pero, ¿por qué no lo sabe? Porque el capital controla el discurso público a través del sistema educativo y los medios de comunicación masiva, un argumento que fue siempre poco convincente pero que, en la era de la atomización de la expresión, de las “redes sociales”, se vuelve cada día menos creíble.
El único interés del capital es crecer: su peligro (tan bien representado por el sistema de las criptomonedas) es precisamente que, en la medida en que está descentralizado, adquiere entidad propia, como si fuera su propia “voluntad”. Pero esto significa también que no hace planes a largo plazo, que no tiene un cerebro, ni siquiera el cerebro prestado de sus partidarios, y que por tanto solo busca reproducirse, incluso a costa de sí mismo. Ha sido observado ya que, si un discurso anticapitalista vende, el capitalismo lo saca al mercado, un fenómeno normalmente atribuido a su capacidad de adaptación, a su “cinismo” omnívoro. Al contrario, lo que esto demuestra es que el capitalismo no es un sujeto, una voluntad, sino un proceso, y que no puede por tanto ejercer un control ideológico interesado sobre las masas. Ahora bien, si esto es así, ¿por qué actúan entonces las masas “en contra de sus propios intereses”?
Regresemos a Cisjordania, a Massafer Yatta, al momento en que un soldado israelí dispara a Harun Abu Aran en el cuello porque este está tirando del generador de electricidad de su vecino para evitar que se lo lleve el ejército. El soldado israelí que ha apretado el gatillo no es un filamento de la gran bola de energía estadounidense, ni tampoco un mero ejecutor de las órdenes de un capital omnipresente y omnipoderoso: es una persona con una historia individual, con una identidad construida a pie de calle, entre familiares y amigos y profesores y comandantes, ante pantallas de ordenador o teléfono o ante las páginas de periódicos o libros.
El soldado es un proceso de ser que aspira a una identidad concreta y cambiante, uno de cuyos valores más visibles es la fuerza. La fuerza percibida en los héroes y galanes de las películas norteamericanas, en los amigos admirados o en una madre o un hermano, pero también la fuerza reivindicada como identidad nacional, el deseo fundacional israelí de ser agresor antes que víctima. Arendt denuncia en Eichmann en Jerusalén el desprecio que los políticos y la acusación israelíes reservaban para las víctimas del Holocausto, un distanciamiento (“¿Por qué se dejaron llevar como ovejas al matadero? ¿Por qué no se rebelaron, si sabían que la muerte era certera y había cientos de ellos por cada carcelero alemán?”) que les permitía evitar la humillación de pensarse como débiles (“¡Yo, desde luego, habría actuado de otro modo! ¡Yo habría luchado!”, un sentimiento de heroísmo fácil del que se harán eco algunos conservadores norteamericanos cuando hablen de los pasajeros de los aviones del 11S). Israel prefiere verse asociado con los vencedores (EEUU) antes que con las víctimas.
El mundo entero ensalza la fuerza como una virtud a través de infinidad de modelos y juicios de valor, pero en Israel esta adquiere tonos mesiánicos, que el soldado que dispara contra Harun no ha podido dejar de asimilar, más aún en este momento, cuando está disfrazado de soldadito americano, en fatigas y con rifle, su musculatura inflada por el chaleco antibalas. Frente a él, la resistencia, que toma la forma de todo lo que ha aprendido a despreciar en el otro y en sí mismo: gente desarmada, de aspecto humilde, pastores que se defienden con manos encalladas, que gritan y lloran y escupen e insultan, que se conducen sin la dignidad silenciosa, viril, del héroe que él está tratando de ser. No es solamente que estas personas le antagonicen, es que, en la medida en que lo involucran, ponen en cuestión su propia identidad, lo rebajan al nivel de una confrontación en el barro. Cuando el soldado dispara sobre Harun, está disparando sobre lo que no quiere ser, en el doble sentido de lo que Harun es y, mucho más esencial, de lo que Harun le hace ser a él con su resistencia: no un héroe, sino un simple agresor; no un hombre justo, valiente y fuerte, sino un débil fortalecido por las armas del dinero ajeno haciendo un trabajo sucio. El soldado dispara para restablecer el orden de su propia identidad. Borra al otro para apropiarse del discurso.
¿Diríamos que está actuando “en contra de sus propios intereses”, como el trabajador que vota a Milei o a Trump (o a Vox o al AfD o a Modi o a Duterte o a Putin o a Erdogan)? Cualquiera que responda en afirmativo, supone que sabe en qué consisten los intereses del soldado. Planteará, por ejemplo, que su interés es la supervivencia o el dinero o el amor o la muy nebulosa “felicidad”, y que encontrarse en medio del desierto enfrentándose a Harun lo aleja de estos objetivos. Asume que existen intereses universales, extrapolables a cualquier ser humano de cualquier época y lugar, y explica cualquier desvío a través del error, la ceguera o la manipulación.
Pero lo cierto es que el interés del soldado es único e irrepetible en sus aspectos concretos (aunque participa inevitablemente de las corrientes generales que a su vez contribuye a generar en un proceso de retroalimentación infinito), y consiste en adquirir la identidad a la que aspira, es decir, en encarnar aquello que ha aprendido a valorar a lo largo de su vida. La fuerza, por ejemplo, que no es para él un concepto, sino un cierto aspecto físico, una forma de conducirse y hablar y caminar, todos extraídos de experiencias específicas, de personas cercanas o actores o políticos o superiores o celebridades; o el poder, que quizás tome un aspecto económico y probablemente uno violento, expresado en la fuerza letal de un disparo.
Bien pensado, es una obviedad afirmar que los comportamientos grupales resultan de las sumas (no necesariamente equitativas ni democráticas) de los comportamientos individuales. ¿Significa esto que los sujetos grupales son mentira, que no podemos hablar de las acciones de EEUU o del capital o del “pueblo”?
Sí y no. EEUU y el capital y las masas existen, no solo como entidades legales o sujetos políticos, sino como las realidades efectivas sobre las que estos se fundan. Las sumas de los movimientos individuales generan corrientes, es decir, direcciones coordinadas, y describirlas requiere hablar en términos narrativos y atribuirles acciones. “EEUU entró en la II Guerra Mundial y tomó de manos de Inglaterra la tutela de Israel” es una frase aproximadamente correcta. Es solo eso, sin embargo, una aproximación, y por tanto cualquier análisis causal debe proceder con todo tipo de cautelas. Tan pronto como le atribuimos motivos o intenciones al sujeto histórico, tan pronto como comenzamos a pensarlo como substancia en lugar de como proceso, corremos el riesgo de hacer diagnósticos erróneos. Por ejemplo, el que afirma que la actual crisis mundial de la izquierda se deriva de que las masas, cegadas por la ideología impuesta por un maquiavélico capital, desconocen “sus propios intereses” (y que la solución consistiría por tanto en hacerse con el sistema educativo y los medios de comunicación). El antídoto ante este tipo de errores consiste en regresar una y otra vez desde las generalizaciones a los individuos y a las identidades que estos están tratando de encarnar.
Quizás lo que encontremos entonces es que las identidades tradicionales de la izquierda (el revolucionario, el burgués y el pobrecito pueblo descamisado) llevan décadas perdiendo credibilidad, sin que ninguna de las identidades alternativas que han ido surgiendo por el camino hayan logrado extenderse lo suficiente como para permitir que se articule sobre ellas una plataforma política. La mayor parte de los votantes de izquierdas se consideran a sí mismos, por ingresos o educación, “clase media”, hasta el punto de creer con frecuencia que ellos mismos votan “en contra de sus propios intereses” y que ser de izquierdas supone un acto de generosidad o solidaridad. No exigen justicia social como un derecho que les ha sido negado, sino como un derecho negado a otros. Se podría decir que, para el votante medio de izquierdas, “el pueblo” son siempre los demás. Por eso le enerva, le confunde e incluso le enfurece, que “el pueblo” vote a la contra, que se niegue a aceptar su caridad e ilustración.
Por otro lado, el votante medio de derechas es alguien que, independientemente de sus ingresos o educación, se niega a ser “clase obrera”, “pueblo”, a verse bajo el prisma de la solidaridad caritativa de la autoproclamada clase media liberal. Al contrario que aquellos, estos creen siempre estar votando por y para sí mismos. Ver la confusión y la ira de la izquierda ante un Trump o un Brexit o un Milei les produce la misma satisfacción que siente el niño travieso ante la exasperación de los adultos, porque confirma su agencia, su independencia.
Evidentemente, no hay una solución sencilla, porque no se crean nuevas identidades y valores a partir de teorías. Nadie, ni los gobiernos ni el capital ni los agentes culturales tiene control sobre los flujos del valor. Al contrario, son los flujos del valor quienes posibilitan la existencia de gobiernos, capital o agentes culturales. Pero el valor se transforma a través de las narrativas individuales, y estas pueden verse modificadas a través de la autoconciencia. Cuando entendemos de dónde proceden las identidades a las que aspiramos, se abre la posibilidad de identidades alternativas, y por eso importa tanto contar historias como la de Basel, o como la de Harun y el soldado anónimo que acabó con su vida.
“Tienes que acostumbrarte a fracasar. Tienes que asimilar que estás en el bando perdedor”, le dice Basel a Yuval en el coche. Basel no es un revolucionario sacrificándose por “el pueblo”, tampoco un profesional de clase media que sabe lo que les conviene a los demás, ni un pobrecito obrero a la espera de que venga alguien a salvarlo. Basel es Basel, luchando por el espacio único que ocupa, por su ubicación individual e histórica. Basel se alza en medio del horizonte abierto por sus padres (el colegio que construyeron por las noches a escondidas del ejército, los años que su padre ha pasado en prisión), sus primos (Harun es uno de ellos) y amigos, su comunidad, para decir: “De aquí no me muevo”. El título del documental, No other land, “Ninguna otra tierra”, supone un desafío a esos israelíes y americanos que preguntan, a veces con genuina curiosidad: “Si vuestra vida es tan precaria, ¿por qué no os marcháis a otro lugar?”. La respuesta es que en cualquier otro lugar, su unidad histórica, la línea ininterrumpida de valor que los constituye y define, su sentido, se desintegraría: dejarían de existir, aunque vivieran.
Es decir, la política es la afirmación, verbal o física, de un posicionamiento (y por eso la violencia política busca borrar, desplazar, eliminar una ubicación). Nadie puede controlar los flujos del valor, pero todos podemos, en la medida del alcance de nuestras voces, proclamar “yo sigo aquí”, ser lugar al que aproximarse, contribuir a demarcar las direcciones del movimiento global, dar el simple ejemplo de nuestra existencia.
Perdemos todas las batallas pero, mientras persistimos en el “siempre” simple y descarnado de nuestra identidad, ganamos todas las guerras.
Erudiciones prescindibles (Name dropping)
La adquisición de Twitter por Elon Musk y el auge renovado del fantasma de las IAs están reanimando un poco ese argumento de la izquierda que sostiene que el capital utiliza su control de los medios de comunicación para manipular el discurso, solo que ahora con una herramienta nueva, el supuestamente todopoderoso “Algoritmo” (véase por ejemplo el monólogo de Jon Stewart del 24/3/2025 en el Daily Show). Sin restar importancia a los intentos reales de manipulación llevados a cabo por los propietarios de las principales redes sociales, lo cierto es que esta línea narrativa sigue resultando simplista y poco convincente. Tanto Twitter como Facebook llevan años perdiendo usuarios junto con su pérdida de reputación, mientras no dejan de emerger redes alternativas (BlueSky, TikTok, Substack, la propia internet en general y tantos otros), algunas con un sesgo marcadamente anticapitalista. El “Algoritmo” (en realidad, “los algoritmos”, porque se disuelve en múltiples minúsculas a la luz del día como suele suceder con todos los fantasmas mayúsculos de la razón), hijo directo del capital, busca engagement, interacción, clics: es, como su padre, un proceso, como él monomaniaco y descentralizado.
Marx toma de Smith y Ricardo la teoría laboral del valor, que establece que el valor “real” de un producto deriva de la cantidad de trabajo necesaria para producirlo. ¿Cuál es el valor del trabajo mismo? Smith y Marx responden: “El valor de los medios de subsistencia requeridos para mantener vivo al trabajador”. Pero estos medios de subsistencia son a su vez bienes de consumo, de modo que entramos en una regresión infinita.
Smith emplea montones de páginas en refutar otros valores base (el valor de los metales preciosos, el de la tierra o el del grano) y demostrar que son relativos. Pero tanto él como Marx necesitan al menos un valor fijo, absoluto, al que aferrarse para que sirva de anclaje a todos los demás. La idea de que el valor sea pura relación, de que exista un ser sin substancia, no solo no se encuentra aún en el horizonte de su pensamiento, sino que es de hecho contraria a todo el espíritu racionalista del que se derivan ambas teorías económicas.
Smith sobrevive a una crítica de su teoría del valor porque el grueso de su obra consiste en pintar el cuadro de un sistema de sistemas descentralizados que es igual de válido sin ella. No sucede lo mismo con el marxismo, puesto que todo su edificio se levanta sobre la teoría de la explotación, que a su vez depende directamente de la posibilidad de definir un valor fijo “objetivo” contra el cual medir la plusvalía que se lleva el propietario de los medios de producción.
Lo cual no significa, evidentemente, que la explotación no exista. Creo que repensar la explotación desde la perspectiva del valor como relación pura podría conducir a una crítica del capitalismo más precisa, y por tanto más efectiva.
La teoría del valor y el concepto de valor de cambio incorporan en la configuración de su explicación del mundo la fuerza de la mano invisible del mercado que a su vez representa la voluntad de las personas que en su propio interés actúan durante su existencia para satisfacer sus necesidades, independiente de la suerte que corran otros, es decir, ¿Faltos de ética?