44. Novelas
O el proceso de encontrar una voz propia
Cuando terminé de escribir Las sombras, mi primera novela, se la envié a Tusquets y Anagrama (¡yo no me merecía menos!) convencido de que iba a recibir una respuesta inmediata y entusiasta. Sin duda los lectores avezados de las editoriales serían capaces de percibir desde los primeros párrafos la maldad y la sutileza con que yo había logrado subvertir las convenciones del género sin hacerle una sola concesión al lector: ni personajes atractivos, ni tramas intrigantes, ni diálogos ingeniosos, ni, horror de horrores, subtrama amorosa. No señor, yo había escrito Literatura con mayúscula, realista y desencantada, un mentís a gritos (eso sí, gritos implícitos, no iba a ser tan burdo de rebajarme a dar explicaciones) a las fábulas sobre la vida que se nos contaban una y otra vez desde la ficción convencional.
Ni qué decir tiene que, tras meses de espera, no recibí ninguna respuesta. No la recibí tampoco de las editoriales independientes a las que se la envié después, ni de los concursos (cuidadosamente seleccionados para evitar hacer bulto en los múltiples tongos de Planeta, desde Destino hasta Seix Barral) en los que participé. Me había llevado tres años escribirla y me llevó dos más salir de la depresión literaria en la que me sumió su fracaso.
Mi segunda y tercera novelas fueron una reacción creativa, y yo creo que divertida, al rechazo que había encontrado la primera: si aquella había sido realista, estas tomaron la forma de fantasías salvajes; si en aquella había utilizado un estilo contenido, en estas desplegué toda mi elocuencia; si en aquella me había mostrado sutil, en estas fui brutal. Lo que no hice fue claudicar a las convenciones: tampoco aquí había protagonistas con los que se pudiera identificar el lector (aunque algún personaje simpático sí se me coló), ni forma alguna de intriga o de romance.
Cuando las siguió el mismo silencio, esta vez, en lugar de deprimirme, me encabroné. Porque mientras escribía, iba también leyendo lo que se publicaba en España, y me parecía todo tan mediocre, tan falto de carácter y originalidad, que comencé a creerme esa teoría de que en este país solo se publica a los amigos. Andrew Wylie, el agente literario neoyorkino conocido como “El Chacal”, trató de abrir una sucursal en España solo para cerrarla al poco tiempo alegando que aquí era imposible hacer negocios, porque no contaban los beneficios ni el talento, sino las amistades. Yo he escuchado a un editor y escritor español (para ser justos, muy pródigo con su tiempo y sus simpatías) replicar: “Hay peores criterios que la amistad”.
Claro que esto sonaba demasiado a coartada, a autojustificación, como para que pudiera creérmelo del todo. ¿Había quizás fallos invisibles en mis novelas, pecados obvios para todo el mundo menos para mí que las volvían impublicables?
Contra esta sospecha insidiosa y paranoide, yo esgrimía el argumento de mis siete lectores, a quienes debo el haber continuado escribiendo durante quince años sin desesperarme demasiado. Siete es un número arbitrario, medio taumatúrgico: en realidad prefiero no contarlos. Pero se trata de un puñado de personas cuyo criterio respeto, lectores experimentados e inteligentes que no solo leían todo lo que les enviaba, sino que parecían comprenderlo (a veces mejor que yo) y disfrutarlo. Yo tengo amigos que escriben y sé el esfuerzo que cuesta leerse un libro entero por compromiso: es algo que, por amistad, se hace quizás una vez, no tres, ni mucho menos cinco. Concluí que el interés de mis siete lectores, cada uno de ellos un tesoro, debía de ser genuino. Y que debía de haber otras personas como ellos en este planeta.
Aun así, no me planteé en ningún momento la autopublicación, porque la consideraba humillante. No he leído nunca a un autor autopublicado (excepto, claro, a Virginia Woolf o a Cela, que tenían el privilegio de dirigir sus propios sellos) que no me pareciera pésimo, y viendo los miles de títulos nuevos que salían al mercado cada año a través de editoriales convencionales, no veía por qué no iba a encontrar yo un hueco entre todos ellos. “Yo sigo probando”, le dije a mi padre en algún momento, “y en cuanto consiga abrirme una entrada, meteré todas mis demás novelas por ella”.
A EEUU llegué con los tres primeros capítulos de mi cuarta novela, Crónica de los años heroicos, bajo el brazo. Tras releer Los demonios de Dostoyevski había tenido una revelación: que la literatura consistía en “pintar mundos”, en mostrar una visión de la realidad coherente y creíble que no hubiera sido mostrada antes. Por ejemplo, Joyce consume la literatura del XIX (Flaubert y James y Tolstoi y los demás) y consigue emularla con éxito en Dubliners y en el Retrato del artista adolescente, pero un día se da cuenta de que nadie está reflejando el mundo de la experiencia como lo experimentamos en realidad: el mundo, según lo vemos en la literatura anterior a Ulysses, es un lugar sólido y estable, como lo son los personajes, que pertenecen a tipos fijos según su educación y nivel económico de los que raramente logran escapar. Pero Joyce piensa: “No, una sola persona puede estar pensando en la muerte por la mañana y masturbándose en la playa por la tarde, la alta y la baja cultura conviven con los instintos y el sexo y los riñones cocinados en mantequilla, y el mundo pasa frente a la conciencia en fragmentos descoyuntados y complejos. Para mostrar todo esto, voy a necesitar unas mil páginas que describan un solo día en Dublín”. Otro ejemplo: Cela bebe de la literatura española anterior a él, de Galdós y Pardo Bazán y Baroja y Unamuno, y en sus retratos de España echa en falta miseria y analfabetismo, envidia y crueldad y casas de putas y garrote vil, así que escribe Pascual Duarte para enmendarles la plana. Joyce y Cela encuentran una discrepancia entre el mundo que les cuentan y el mundo que experimentan, así que pasan a compartir su visión, a contarnos a todos cómo son “realmente” las cosas (decían los formalistas rusos que toda literatura es realismo, en el sentido de que incluso los autores más imaginativos, un Kafka o un Beckett, por ejemplo, están tratando de decirnos cómo es la vida “en realidad”). Esto explicaría también ese fenómeno tan habitual y misterioso de los autores que escriben una sola novela exitosa a los veinte años para desaparecer inmediatamente después: su éxito se debería a la visión novedosa que les aporta su generación, y su fracaso a que no llegan a adquirir una visión personal que puedan continuar desarrollando en obras posteriores.
También yo tenía una visión discrepante sobre un tema concreto: la burbuja inmobiliaria de los 90 y 2000. Me había leído Crematorio, de Chirbes, obra ganadora del Premio de la Crítica, llevada a la pantalla por Canal+ y celebrada, en general, como la gran novela de la burbuja, y me había encontrado en ella una España irreconocible. El protagonista de Chirbes, Matías Bertomeu, es un arquitecto culto, inteligente, corrupto y sin escrúpulos, que escapa de sus orígenes de clase obrera labrándose una fortuna en la industria de la construcción. ¿Culto? ¿Inteligente? ¿Hecho a sí mismo? Cuando yo pienso en los casos de corrupción de la burbuja inmobiliaria española, pienso en el cuñado del rey, el Duque de Palma, firmando sus correos como “El Duque Empalmado”, o en Rita Barberá y el Bigotes y Carles Fabra, personajes ridículos de opereta mucho más coloridos que cualquier ficción. Pienso también en la otra cara de la moneda, en el españolito medio que encontró por fin la posibilidad de hacer negocio con una segunda vivienda que lo convirtiera en Señor Propietario. Yo no he conocido nunca a un solo Matías Bertomeu, pero conozco a bastantes caseros y, sin codearme precisamente con la realeza, estoy en grupos de WhatsApp con montones de Duques Empalmados.
Para pintar este cuadro, me serví de dos personajes que oscilaban entre el ridículo y la tragedia: Vicente, un narrador nada fiable, pijo, soberbio y elitista, que estaba tratando de justificar su vida ante el lector y, sobre todo, ante sí mismo, y Roberta, una viuda de clase obrera, avariciosa e ignorante, que representaba a la España de pucheros y cocidos de la que todos, incluida ella, estábamos intentando escapar por entonces (en estos 2020 de Rosalía y C. Tangana, los cocidos y los vermuts, las gilas y los bigotillos de Sazatornil representan la nueva modernidad: una reacción clara, como Podemos y Vox, al estrepitoso fracaso de los valores de la España de los 90 y los 2000).
Por supuesto, tampoco Crónica encontró editor, ni siquiera respuesta. La terminé en el 2021, y a los pocos meses me embarqué en un nuevo proyecto diferente de todos los anteriores.
Yo, que había menospreciado la autoficción durante años por considerarla una moda facilona para autores sin imaginación, me dediqué a escribir una serie de textos autobiográficos en los que echaba mano de todas mis herramientas, de mis conocimientos, mis lecturas y mis viajes, para tratar de entenderme a mí mismo: ¿por qué ha tomado mi vida amorosa y familiar el aspecto que tiene? ¿De dónde procede mi relación con la política, la literatura, la religión o el dinero? En el proceso de examinar mi propia historia y mi propio carácter, de ganar grados de autoconciencia, me di cuenta de que era imposible separar los detalles de mi vida (o de la de cualquiera) de las corrientes históricas a las que se une o a las que se opone. La filosofía, la psicología y la sociología dejaban de ser en aquellos textos ejercicios teóricos, intelectuales, para volverse una urgencia íntima. Mi hermano bromeó: “Por fin has encontrado un tema que te interesa: tú mismo”. Mis siete lectores se mostraron más entusiastas de lo habitual. Yo mismo vi que, a partir de aquel momento, no podía volver escribir de la misma manera. Incluso en el terreno de la ficción, el modo en que iba a construir argumentos y personajes no se iba a parecer ya a nada de lo que había hecho hasta entonces. Había encontrado, después de cuatro novelas, un libro de relatos y quince años, “mi voz”.
Aquello que le había dicho a mi padre sobre abrirme una apertura y meter por ella toda mi obra anterior dejó de tener sentido, porque una vez que publicara estos nuevos textos, todos los anteriores iban a sonar preparatorios, primitivos, en cierto modo impostados. Pero como seguía considerándolos esfuerzos meritorios, me decidí, después de todo, a autopublicarlos (con la excepción de la primera novela, que es la única con la que no me he reconciliado).
Ubicaciones, evidentemente, forma parte de esta nueva etapa, está escrito con esta nueva voz. Lo comencé en febrero del 2025, hace diez meses, para intentar expandir mi círculo de siete lectores y, efectivamente, se ha expandido. Sigo sin saber cuántos son (más de siete, sin duda, y menos, muchísimos menos de los 3.000 que se han subscrito hasta ahora) pero el número importa poco cuando cada uno puede aportarme tanto valor, tanta capacidad de resistencia. Lo que importa es que habéis venido y, sobre todo, que seguís viniendo.
Adjunto a este correo una copia gratuita de Crónica de los años heroicos. Aunque la temática, como he descrito más arriba, es muy española, creo que trata problemas lo suficientemente extendidos como para resultarle interesante a personas de otros países.
Por supuesto, también puedes adquirir la versión en papel en Amazon (tapa blanda) o en Todos tus libros (tapa dura, solo España).
Notas adicionales
Hay en España docenas, si no cientos de editoriales que son poco más que plataformas de autopublicación, y que parecen existir con el único objeto de recibir subvenciones del Ministerio de Cultura. No cuentan con canales de distribución ni contactos en medios, no invierten en promocionar a sus autores y, en la mayoría de los casos, ni siquiera imprimen libros, tirando en cambio de ediciones digitales e impresión bajo demanda. No tengo claro qué podrían aportarme más allá de las ventajas nominales de permitirme declararme “autor publicado” (por ejemplo, en solicitudes de becas o en mi perfil público). Cuando me quejo de no haber recibido respuesta de ningún editor español, debo matizar que no lo he intentado en ninguna de estas. Probablemente una actitud soberbia de la que me arrepentiré en algún momento.
La crítica del New Yorker de la primera traducción de Pascual Duarte al inglés es devastadora. Dice allí que Cela presenta una historia sórdida y aburrida “sin ingenio, revelaciones ni imágenes visuales”. Concluye: “Es el trabajo de un plagiario que ha leído a Baroja sin entenderlo” y “confirmará los prejuicios de quienes creen que España es un Marruecos de segunda”. La palabra que utiliza para “revelaciones” es “insights” (“devoid alike of wit, insights and visual images”), uno de esos términos que echo en falta en castellano: viene a decir que Cela no nos descubre nada. Lo que sucede es que el crítico del New Yorker, a pesar de que, o quizás porque había leído a los autores del 98, no entendió qué era lo que nos estaba descubriendo Cela (precisamente todo lo que teníamos en común con ese Marruecos imaginado desde el imperialismo occidental), contra qué falsedades literarias estaba reaccionando ni qué novedades introducía en el relato nacional.
La propia voz no es un asunto estilístico, una cuestión de tonos o giros de frase o hábitos gramaticales, sino una actitud que se manifiesta, sobre todo, en la temática. Consiste en entregarse a las propias obsesiones sin dejar una sola fuera, sin considerar ninguna inapropiada o no lo suficientemente literaria, en desarrollar en el texto una identidad total, que se vuelve inconfundible incluso cuando contamos una historia en tercera persona sin ningún rastro autobiográfico. Consiste, en gran medida, en recuperar la ingenuidad.
Se parece a los ataques al corazón y al enamoramiento en que uno puede persuadirse en múltiples ocasiones de que ya ha llegado, solo para descubrir, cuando llega realmente, que nunca había habido lugar a confusión, porque no se parece en nada al modo en que la anticipamos.
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Muy interesante. Me ha recordado mi propia experiencia como novelista. Aunque logré publicar mi primera novela en un sello (bastante) comercial (Booket), y la segunda fue finalista (“shortlisted”, en realidad) de un premio importante (Fernando Lara), esa no la quisieron editar, y al final la terminé autopublicando, así como la siguiente, que ni siquiera intenté enviarla a ninguna editorial. Por cierto, cuando venció el contrato de la primera novela, recuperé los derechos y también la saqué en KDP, como las otras dos. Coincido en que hay algo de humillante en autopublicarse, pero he de reconocer que las ventas e ingresos que tuve de la segunda no fueron menores que los de la primera con Booket. Eso sí, después de que mi tercera novela (que estaba concebida como el inicio de una serie) fuese recibida con un gran silencio, me prometí a mí mismo no volver a escribir ninguna nunca más.
También coincido con tu percepción de que, si algo ha sido autopublicado, casi con toda seguridad es un truño. Pero me iré a la tumba convencido de haber sido ignorado injustamente, y con la vívida ilusión de que algún día, cuando yo ya no lo pueda ver, mis novelas serán reconocidas como entre las mejores de su época en su género. 😜
La voz llega cuando cae la máscara. Al menos así lo veo yo. En lo que cuentas hay, primero, un yo que se representa a sí mismo, una performance literaria necesaria para tantear el terreno, y después viene el giro: el momento en que aparece ese yo que observa, conecta capas y deja de escribir desde la posición que imagina que debería ocupar.
En mi caso, la voz no llegó cuando intentaba escribir bien, sino cuando dejé de proyectar hacia afuera y acepté lo que me armaba dentro. Por eso reconozco tan bien el punto de inflexión que describes.
Intuyo que cuando dices que has encontrado tu voz, lo que realmente has encontrado son las preguntas que te constituyen. Y esas preguntas solo emergen cuando se renuncia al blindaje, cuando uno escribe desde la verdad.
Sea como sea, aquí tienes una lectora que valora ese recorrido y lo que estás construyendo.
Abrazos.