15. Apocalipsis, o por qué la historia no se encuentra en los titulares
La historia se compone de eventos granulares, que solo cuando se acumulan y alcanzan masa crítica se cuelan hasta las noticias
Sería lógico que la palabra “apocalipsis” no tuviera plural. Después de todo, solo puede haber un fin del mundo, como solo puede haber una muerte para cada uno de nosotros. Y sin embargo, con tanto profeta haciendo sonar las trompetas y describiendo tan variadas causas y escenarios, pocas ideas están hoy multiplicándose con parecida fruición. Los apocalipsis nos rodean, nos asaltan desde titulares y tribunas y pantallas de cine, televisión y móvil: un artículo de Owen Jones me dice que se aproxima “el fin de Occidente”, Žižek va más lejos y pronostica el colapso del orden legal mundial, las portadas de hoy me comunican que la democracia o el capitalismo o el sistema de pensiones o el diplomático acaban de sufrir el último golpe devastador que los hará caer y rodar y desintegrarse como bloques de hielo antárticos. Según todos los indicios, ocupo, ocupamos, el lugar histórico preeminente, el capítulo más imprescindible de cualquier historia: el final.
Por eso me sorprende a veces la calma que encuentro al otro lado de la ventana de mi oficina casera. Mis vecinos pasean a sus perros en mi barrio suburbano, el viento de primavera agita las ramas de los árboles, esqueléticas pero cubiertas de brotes, las ardillas se persiguen por los jardines delanteros de las casas… ¿Es que no se han enterado de que estamos todos a punto de morir?
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Claro que yo no estoy en Gaza ni en Siria, que vivo (de momento) a salvo de los comandos de deportación de Trump y de los huracanes y las hambrunas provocados por el cambio climático. Mi privilegio, se argumentará, consiste precisamente en que puedo permitirme el lujo de mi miopía, de mirar solo al instante inmediato de mi lugar concreto, en lugar de tomar una visión catastrófica de largo alcance. Como además no tengo hijos (solo un gato viejo con una esperanza de vida aún más corta que la mía), carezco también, según el vicepresidente de EEUU, de un interés en el futuro del mundo. Será eso.
La historia no es una sucesión de titulares, sino la suma incontable de todo lo que sucede entre líneas. El titular, la noticia, supone (cuando no es erróneo ni engañoso) un hito o una culminación de procesos mucho más lentos, complejos y poderosos que le sirven de substancia. Pero si tomamos el titular por la totalidad, esta parece siempre mucho más dramática y repentina.
Por ejemplo, el 26 de junio del 2016, el tribunal supremo de EEUU dictaminó que las prohibiciones estatales sobre el matrimonio homosexual eran anticonstitucionales. El veredicto obtuvo una mayoría de cinco contra cuatro, lo cual podría llevarnos a pensar que el matrimonio homosexual fue legalizado en los EEUU gracias a la acción de una sola persona, el juez que otorgó la mayoría. Se suele considerar que este fue Anthony Kennedy, por tratarse del único magistrado conservador que votó a favor.
Pero evidentemente, Anthony Kennedy no es un héroe mítico escribiendo la historia con sus acciones, sino un actor más cumpliendo un rol más bien funcionarial en un devenir colectivo. La historia real no es la del titular, sino una mucho más larga, protagonizada por millones de nombres a lo largo de décadas de lucha y movimiento. Cada persona que se atrevió a expresar, o siquiera sugerir, una identidad homosexual a lo largo de la historia contribuyó a la normalización y aceptación de estas identidades, cambiando por contacto (el contagio del valor) la actitud de quienes les rodeaban. Los valores de la mayoría fueron moderándose y reorientándose individuo a individuo, de generación en generación, hasta que incluso los medios de comunicación comercial y los entornos de la política y la cultura se vieron forzados a participar en el debate.
Una vez alcanzada una cierta masa crítica a favor, la conversación adquiere una dimensión nacional: la mitad del país se opone, la otra mitad lo favorece, pero la mitad que se opone no tiene otra opción que pensar en ello, aunque solo sea para rechazarlo. Se ha vuelto tema explícito de pensamiento y debate, no importa cómo de básico, y esto basta para avanzar. El progreso se acelera conforme sale del entorno de las redes locales para afectar a la redes nacionales y globales (la migración masiva de los homosexuales a los centros urbanos a partir de los 80 tiene razones prácticas –la supervivencia, la liberación– pero resulta en la consolidación de alianzas, en la construcción de masas en lugares próximos al poder político y mediático).
En el Halloween del 2006, un amigo, votante del partido demócrata, se me quejaba de que “los gays” hacían mucho ruido y “nos” hacían perder votos. Obama estaba de acuerdo con él, y siguió afirmando hasta el 2012 que, “por definición”, un matrimonio solo puede tener lugar “entre un hombre y una mujer”.
Las definiciones cambian y las constituciones también, pero no las cambia Obama ni el Tribunal Supremo. La realidad política, como el lenguaje, es una creación colectiva: nadie posee control sobre ella (por más que algunos académicos de la RAE y algunos miembros de partidos mayoritarios se hagan ilusiones diferentes), y sin embargo procede del ámbito estrictamente social, no biológico. Una persona suficientemente poderosa puede servir de acelerador o de freno, pero no dirige las historia ni logra nunca detenerla.
¿Podría Kennedy haber votado en contra de la legalización? A un nivel superficial, digamos que sí, pero esto solo habría conducido a nuevas batallas sociales y legales hasta que, en algún momento futuro, la percepción del retraso atávico de la legislación con respecto al sentir popular habría forzado al Congreso a una enmienda constitucional, o al propio Tribunal Supremo a revisar su decisión anterior.
Y por cierto, que la historia no terminó con el voto de Kennedy. Porque cuando se dio, lo hizo con la oposición de un 39% de la población, un número que se redujo hasta el 29% en el 2023 y que continuará reduciéndose (con ocasionales reveses, como el que se está dando tras la victoria de Trump) conforme continúe esa tarea granular, individual, lenta, de mostrarse y existir, de visibilizar y normalizar.
Claro que, si vamos a rodar una película, es mucho más sencillo centrarnos en el puñado de protagonistas que se encuentran en las proximidades de un evento, en los momentos puntuales en los que la corriente se transforma en titular, antes que en los millones de personas que, a través de acciones casi imperceptibles a lo largo de décadas o siglos, constituyeron el movimiento mismo.
Y aquí se encuentra el problema con titulares y noticias –y con nuestra forma general de narrar la historia. En que no tomamos la visión granular (los árboles al otro lado de mi ventana) ni la más amplia (la traducción de los hechos granulares en corrientes grupales, susceptibles de ser lideradas pero no dirigidas), sino un ámbito intermedio y breve que debería servir de indicador de la totalidad, no pretender abarcarla.
Lo cual no significa que los profetas que saltan a la palestra esgrimiendo un puñado de titulares no cumplan una función social. Cierto, sus motivaciones suelen ser espurias (demostrarle al mundo su visión de largo alcance, su lucidez, lo bien informados que están y lo poco que se dejan engañar por el optimismo –en último término, cuánto y con cuánta urgencia debemos seguir leyéndolos), pero contribuyen a visibilizar problemas reales y a modificar con ellos la percepción (y con la percepción, las actitudes y acciones) de las masas. ¡Claro que debe preocuparnos el cambio climático y el crecimiento de ciertos tipos de populismo! ¡Claro que debemos indignarnos y escandalizarnos ante el genocidio de Gaza y tratar cada obscenidad homicida como si fuera la única o la definitiva o la peor! ¡Claro que debemos reaccionar y actuar en consecuencia, sea a través de nuestros hábitos de consumo, de las urnas, las protestas, el activismo, o simplemente la vocalización de qué consideramos aceptable y qué no! Pero, ¿significa esto que realmente se aproxime el fin de occidente o del orden legal mundial o de nuestra especie? ¿Que nuestro tiempo, de todos los tiempos (incluida la peste negra, la invasión europea de América, la revolución bolchevique, las guerras mundiales, la crisis de los misiles de Cuba) sea el tiempo final? ¿No suena esto a cronocentrismo, a nuestro habitual vernos-en-mitad-del-universo cuando en realidad ocupamos la periferia?
Un exceso de fatalismo puede ser contraproducente, porque en lugar de llamarnos a la acción, acaba paralizándonos, haciéndonos desesperar del significado de cualquier esfuerzo y convirtiéndose así en una profecía que se autorrealiza. ¿Qué más da Trump o Gaza si el cambio climático o las inteligencias artificiales van a matarnos o a volvernos irrelevantes a todos?
Frente a esta sensación de derrota y desesperación, yo creo que sería más productivo y realista considerar también la opción contraria: que no estamos al final sino al comienzo (llevamos solo 10.000 años de historia cuando la especie tiene 2 millones, el planeta 5.000 –¡millones!– , y el universo, que está en su infancia, 15.000); que somos pioneros y fundadores en lugar de los habitantes crepusculares de la post-historia; que aún no sabemos nada ni del ser ni de nosotros mismos y que lo tenemos todo por descubrir; que lo que estamos haciendo peligrar no es la mera perpetuación de una existencia sin significado, de la inercia reproductiva de todas las especies, sino la aventura mayor y más intrigante de la materia –la que conduce a su autoconciencia.
Nadie puede predecir el futuro, porque no hay física más compleja que la de los fluidos, y no hay fluido más complejo que la sociedad humana, que no solo está sujeta a un número prácticamente infinito de variables, sino que se retroalimenta constantemente de información sobre su propio estado para modificar su comportamiento en tiempo real. Pero de momento, a mí me calma mirar por la ventana y ver que las ardillas continúan persiguiéndose cada primavera después de cada deshielo.
Erudiciones prescindibles (Name dropping)
Tolstoi, al final Guerra y Paz, incluye un ensayo sobre la naturaleza de la historia bastante hegeliano en sus aspectos generales. Viene a decir que, si Napoleón no hubiera existido, habría existido una persona similar que habría realizado funciones parecidas. ¿Habría logrado este otro Napoleón invadir Rusia? Quizás sí, pero también este otro Napoleón se habría topado, tarde o temprano, con fuerzas reaccionarias que habrían acabado por derrotarlo y exiliarlo a alguna Santa Elena, y el siglo XIX habría seguido la sucesión de revoluciones y contrarrevoluciones que siguió de todos modos hasta desembocar en la instauración en Europa de democracias representativas, etc.
Si la perspectiva personalista, dramática (en sentido teatral) de la historia y los titulares resulta demasiado estrecha, el determinismo de Hegel, Tolstoi o Marx me resulta demasiado amplio. Yo creo en un determinismo estricto: es decir, nada histórico pudo ser de otro modo porque no hay ingredientes trascendentes que escapen a la cadena causal, al plano de inmanencia, ni libertad individual ni almas ni dioses, solo grados de complejidad incalculables que simplificamos con estas nociones. Napoleón no pudo dejar de existir y ser Napoleón, y Kennedy no pudo dejar de votar a favor del matrimonio homosexual.
Pero la intuición de Tolstoi et al. no es errónea, en el sentido laxo de que la importancia de las acciones de los individuos sobre el devenir colectivo es muy inferior a la que le atribuimos normalmente. Napoleón no pudo dejar de existir y ser Napoleón, pero la importancia de la individualidad de Napoleón sobre las guerras napoleónicas es mucho menor de lo que sugiere su nombre.
En ese sentido, ante la hipótesis (que nunca pudo darse) de que no hubiera existido Napoleón, podría decirse que Tolstoi está más o menos en lo cierto. Pero, y aquí está la clave, las diferencias en esa realidad alternativa, aunque mucho menores de lo que considera el sentir de los lectores de titulares (que creen que sin Napoleón no habría habido guerras napoleónicas) no son en absoluto descartables. No son menores. O mejor dicho, es imposible calibrar su dimensión. Porque aunque el sistema humano es estable, aunque el comportamiento colectivo resulta de sumas estadísticas, es también caótico –en el sentido de que su nivel de complejidad nos impide evaluar la relevancia de un elemento concreto.