23. Protestas, o de qué sirve (y de qué no) echarse a las calles
Con un asesino suelto, acudimos a una marcha repleta de incomodidades ideológicas
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La mañana del 14 de junio, Molly y yo nos despertamos en nuestra casa sin tejado, bajo la lluvia, y escuchamos la noticia de que alguien había asesinado a dos políticos del Partido Demócrata en un suburbio de Minneapolis y de que el asesino se había dado a la fuga. Llevábamos una semana entera de cielos encapotados y aguaceros intermitentes que habían impedido que los albañiles pudieran regresar después del primer día de obras a poner las tejas, y teníamos la casa cubierta por una lona impermeable que podría echarse a volar al primer golpe de viento. Con el jardín delantero cubierto de herramientas y de escombros, la sensación de desorden e intemperie había ido calando en nuestro ánimo.
Yo sugerí, medio en broma medio en serio, que quizás el asesino se dirigiría a la marcha que iba a tener lugar esa misma mañana en Saint Paul como parte de la jornada de protestas organizadas por todo el país bajo el lema “sin monarcas” (“no kings”). La ocasión era el cumpleaños de Trump, que llevaba seis meses gobernando a base de decretos y desbordando a diario los límites de la separación de poderes como un Leviatán obeso e incontinente, y que se había regalado a sí mismo para aquella tarde un desfile militar como un tirano de viñeta. Seguramente los asesinatos de la mañana debían de estar relacionados, ¿por qué elegir si no ese día particular? No parecía una locura que los manifestantes fueran el siguiente objetivo del asesino.
Pero el temor a exagerar resultó mayor que las posibilidades que calculamos de recibir un disparo en la marcha, y sobre las diez y media de la mañana nos pusimos los chubasqueros y salimos hacia Saint Paul. En el coche íbamos escuchando el último disco de The Cure, tormentoso y gris y atmosférico como el día, y cuando Molly cambió a la radio para ver si había noticias, oímos que la policía había encontrado panfletos de la protesta en el vehículo del asesino; que el gobernador, Tim Walz (el candidato a vicepresidente que perdió la elecciones contra Trump junto a Kamala Harris) había recomendado no acudir, y que los organizadores la habían desconvocado.
La autopista, sin embargo, estaba repleta de tráfico, y cuando llegamos a la capital nos encontramos con un atasco provocado por el río de peatones con carteles caseros que se dirigían al punto de partida. Cinnamon, una amiga de Molly que está viajando por Asia para sobreponerse a su crisis de los 40 y que es mucho más dada al drama que nosotros, le mandó un mensaje de texto diciéndole que se volviera inmediatamente a casa. Mientras nos burlábamos un poco de aquel consejo, yo calculé que, cuantas más personas hubiera en la manifestación, menor sería la posibilidad de que saliéramos heridos si se produjera un ataque.
De los otros amigos que sabíamos que iban a acudir, ninguno se había echado atrás: ni Max, organizador sindical, que iba a vestir un muy visible chaleco fosforito de voluntario, ni Jackie, ni Sunshine ni su marido Al, que llevaban además a su hija de ocho años, Lucy. Lucy, por cierto, había pintado nuestro cartel favorito de todos los que vimos aquel día. Como le gustan los dragones (andaba obsesionada con los dinosaurios desde muy pequeña y el salto a los dragones parece bastante natural), había pintado uno que lanzaba largas llamas de fuego rojo y amarillo bajo el eslogan: “el fuego derrite el hielo”, “Fire melts ICE” (ICE son las siglas de la policía anti-inmigrantes, o “la migra”).
La lluvia había remitido para cuando conseguimos aparcar y llegamos al lugar acordado para el comienzo de la marcha. Los amplísimos espacios públicos en Norteamérica parecen diseñados (y quizás lo estén) para miniaturizar a las masas, y a la sensación decepcionante de que no éramos tantos después de todo (una sensación familiar, sentida en tantas protestas previas) se unió un recálculo desfavorable de las posibilidades de ser tiroteados. Para cuando, a las 11 de la mañana, avanzamos hacia la avenida en dirección del Capitolio, yo ya había comenzado a sentir que me encontraba en el lugar equivocado, una incomodidad y una necesidad de distanciarme de las personas que me rodeaban que he sufrido en casi todas las protestas a las que he acudido en mi vida.
El primer problema, o el más visible, era la abundancia de banderas estadounidenses y de carteles que contenían simples insultos a Trump. Escaseaban carteles como el de Lucy, que criticaran sus políticas contra los inmigrantes o su apoyo al genocidio de Gaza, como si la ofensa que había cometido fuera la de su personalidad y no la de sus crímenes. El segundo problema era la actitud de autosatisfacción que se podía detectar en posturas y eslóganes. Uno, por ejemplo, decía: “No ha ido nadie a tu cumpleaños porque estamos todos aquí”, una burla y una autoatribución de la soberanía que, ante los enormes huecos abiertos entre los manifestantes, resultaba más bien triste. Otro, acarreado por una mujer en fatigas militares, la señalaba como una “Veterana de guerra opuesta a Trump”, sin duda una identidad que había venido aquí a exhibir para ver recompensada con simpatías. Una señora con megáfono gritó: “¿Somos supremacistas blancos?”, y la masa respondió: “¡No, no somos supremacistas blancos!”. Yo me burlé en voz alta: “¡Solo somos blancos!”, porque la predominancia racial de la protesta en la ciudad más segregada de EEUU (sí, más que cualquier ciudad sureña) era muy notable. Ni qué decir tiene que nadie me rio la gracia.
En el atrio del capitolio, nos esparcimos frente a un escenario donde un grupo de voluntarios sostenía las letras individuales que formaban el eslogan de la marcha, “NO KINGS”, y un elenco de músicos se iba turnando para cantar cancioncillas de izquierdas con guitarras (los parecidos entre las protestas pacíficas progresistas y los eventos de las juventudes católicas no son triviales ni casuales, porque emergen del mismo tipo de sentimientos y están cargados de parecida moralina bienintencionada). ¿Estaría Max sosteniendo una de las letras? Resultaba difícil comprobarlo en la distancia, y más difícil aún aproximarse. Molly y yo avanzamos hasta donde pudimos sin tener que hacer esfuerzos, lo cual nos dejó en un lugar intermedio, y yo pensé: “Bien: el asesino atacará la parte frontal o la periferia, no un centro arbitrario”.
Pero sucedió que nuestra marcha no había sido la marcha real, sino un malentendido, y cuando nos dimos la vuelta vimos una masa enorme avanzando hacia nosotros desde la avenida. “Sí que somos muchos”, comentó Molly. Aquello cambiaba mis cálculos, porque aunque disminuía los peligros de un tiroteo, aumentaba los de una estampida. Y sin embargo, cuando vi que éramos muchos más de lo que yo había pensado, me sentí más tranquilo. Esa voz crítica que quería distanciarse de los demás manifestantes se acalló. Allí estábamos todos, a pesar de nuestros temores, cada uno un mundo particular de conexiones e ideas, de direcciones personales y políticas, confluyendo como tributarios en el gran río de aquel lugar común, en una protesta genérica y conjunta. No kings, es decir, no a la autoridad represora, no a los liderazgos impuestos. Sin duda un sentimiento loable por el que merecía la pena correr un pequeño riesgo. Mis distancias concretas con las personas que me rodeaban quedaban sumergidas en la generalidad abstracta de esa multitud que se aproximaba por la avenida.
Pensé en las escasas protestas en las que no me había sentido avergonzado ni incómodo, en las raras comuniones con la masa: las primeras del 15M, que expresaban un rechazo simple y sin fisuras aparentes a la totalidad del sistema político español; o las del uno de mayo de Londres del comienzo del milenio, en las que grupos anticapitalistas asaltaban McDonald’s y Starbucks y sucursales bancarias entre los ritmos de los bongos y los bailes de jóvenes inglesas disfrazadas de hadas; o la más reciente de todas, durante las protestas del 2020 contra el asesinato de George Floyd, cuando Molly y yo nos aventuramos con mascarillas de tela y todos los temores del mundo a desfilar delante de los francotiradores del cuartel de policía del precinto quinto, días después de que hubiera ardido el tercero y mientras humeaban aún los rescoldos de la oficina de correos del otro lado de la calle (en esta no me hizo falta bromear sobre la uniformidad racial).
“Somos muchos” es una frase curiosa, porque no supone solo una constatación numérica, sino identitaria. No solo “somos muchos”, sino “somos muchos”. Es decir, pertenezco a este grupo, me identifico con él, admito una identidad conjunta a la que me uno libremente, aunque sea parcial o genérica. Hay, en protestas solemnes (las del 11M, por ejemplo) o clamores, violentos o no, por la justicia, una superación de lo individual, un sumergirse en lo colectivo que puede acarrear una enorme fuerza emocional.
En esto estaba pensando cuando tomó el micrófono Keith Ellison, el fiscal general de Minnesota y miembro del Partido Demócrata, el hombre negro que montó el caso contra Derek Chauvin, el policía blanco que mató a George Floyd. Y lo primero que pensé fue: “Bien, bien que se atreva a mostrarse en público cuando una de sus compañeras acaba de ser asesinada y mientras el asesino se encuentra aún en paradero desconocido; bien que venga a ofrecerle un tributo y a decirnos quién era y a dar voz al rechazo conjunto no solo de la violencia de hoy, sino de las fuerzas de las que emerge”.
Y efectivamente, Ellison nos habló de Melissa Hortman y de su trabajo en favor de las familias inmigrantes y pidió un minuto de silencio. Y después se puso a hablar del ejército: de lo buenos que son nuestros soldados que se sacrifican por nosotros, y de lo malo que es Trump, que envía a los marines a California contra ciudadanos americanos. Ese fue el punto en el que le dije a Molly: “Vámonos a hacer hostias de aquí”. A ella le venía doliendo la espalda un rato y no puso reparos.
No me daban las piernas para salir lo suficientemente de prisa de aquella masa que estallaba en aplausos y gritos entusiastas ante las palabras de aquel político de carrera, de entre todos aquellos que no tenían ningún problema con las políticas homicidas e imperialistas de su país, siempre y cuando no afectaran a ciudadanos americanos.
“No deberían dejar que el Partido Demócrata cooptara iniciativas de base”, me quejé a Molly. Pero ella me corrigió: “No lo cooptan, al contrario: los demócratas dicen este tipo de cosas precisamente porque es lo que este tipo de gente quiere escuchar”.
En el camino de regreso, paramos en el súper del barrio a comprar un pollo asado y nos lo comimos en nuestra casa sin techo mientras se iba abriendo paso entre las nubes un sol cálido y luminoso. El FBI y la policía local seguían aún buscando al asesino.
Reflexiones adicionales
No somos ubicaciones puras, distancias sin movimiento, sino vectores de fuerza que tiran cada uno en direcciones múltiples y multidimensionales. A veces, en una o varias de esas dimensiones, nos encontramos en la misma dirección que la mayoría o que un grupo substancial, y esto es algo no solo fácil, sino también satisfactorio (me sorprendió lo feliz que me sentí durante una semana, cuando creí que Kamala Harris había elegido a Tim Walz como vicepresidente porque iba a hacer una campaña progresista; la misma satisfacción que sentía en las protestas del 15M o del primero de mayo o de George Floyd, el “somos muchos” que revalidaba mi identidad y mis valores en el eco de las identidades que creía que me rodeaban).
Otras veces nos encontramos en la minoría, tirando solos, mirando de reojo a nuestro alrededor para averiguar si nos acompaña alguien. Algunos alcanzan la absoluta soledad creyendo que han tomado el liderazgo, como el asesino de aquella mañana; otros se convierten en mayoría cuando más solos creían estar, como sus víctimas.
En cualquier caso, la historia (el movimiento global) es el resultado de la totalidad de estas fuerzas, de la multiplicación de su intensidad por su número, y por eso importa acudir o no a protestas que parece que no cambian nada. Incluso importa, de hecho, cuántos minutos nos quedamos en ellas y en qué momento nos damos la pataleta de abandonarlas. Nada se pierde en la suma total, aunque nada sea tampoco determinante.
La narración de tu experiencia es muy entretenida, y para personas que como yo, nunca hemos salido del país, leer estos artículos de alguna forma incrementan nuestro "mundo". Eso, a pesar de que muchas veces solo sirva para constatar con desconcierto de que las cosas no son tan diferentes "aquí como allá", aún teniendo en cuenta las distinciones geográficas o culturales de los lugares involucrados.
En lo que he podido darme cuenta, siempre tienes la habilidad para conectar escenarios cotidianos con conceptos universales, y sobre esa expectativa leo casualmente tus artículos. En este caso, me gusta la descripción que haces usando terminologías "físicas" y concretas tales como "vectores" o "intensidad por número", para referirte a la efectividad de las marchas en una perspectiva macro histórica.
Luego, planteas una relación parcial o genérica entre esa dinámica multitudinal y la identidad individual . Y es en este último punto donde cuestiono, si la explotación del "sentimiento de sí" causado en gran parte por las redes sociales, ha provocado que estas marchas sean sólo eso, un fenómeno físico de intensidad y número disparando hacia diferentes direcciones, pero sin una solidez esencial, sin una base ideológica seria, sin propósito claro.
Al final, creo que las marchas, como fenómenos "físicos" no sirven de nada, quizás sólo aumenten el caos. Sin embargo, si ésta "física" es armonizada, consciente y pensante, puede generar cambios y abrir la posibilidad a un orden superior de las cosas.