21. Avergonzados, o cuándo el pensamiento deviene venta de pócimas y placebos
También el pensamiento y la ciencia, y especialmente sus relaciones mutuas, están sujetos a los flujos del valor y la creación de la identidad
Cuando se enteró de que me interesaba la filosofía, Matt, mi entrenador, me preguntó qué pensaba del estoicismo. Por las circunstancias de la conversación (un gimnasio, dos hombres en pantaloneta), asumí que se refería a ese “estoicismo” que anda últimamente de moda por internet y le dije que me parecía un intento muy próximo a la autoayuda de dar aire a ciertas formas de masculinidad que se sienten atacadas por la evolución actual de la cultura. Evidentemente no se esperaba aquella contestación, y se limitó a arquear las cejas y emitir un “humm” cauteloso (esto sucedió hace un par de años, ahora ya está acostumbrado a mis salidas de tono, a que dé respuestas enrevesadas a preguntas sencillas, y suele reaccionar riéndose o tomándome el pelo).
Me recordó a un malentendido más profundo, este de hace un par de décadas, en Londres, cuando el cocinero jefe del pub en el que yo fregaba los platos me dijo que él también estaba interesado en la “filosofía”: especialmente, añadió, en el control de la mente y el hipnotismo. Hoy me río al pensar en aquel tipo, un cocainómano sin humor que se vestía como un mago de club de la comedia, pero en su momento me ofendió y me causó vergüenza que pensara que esos eran mis intereses. Ahora bien, ¿vergüenza ante quién, si él mismo evidentemente no lo consideraba vergonzoso y era el único testigo?
Esta misma vergüenza (y estas mismas preguntas) suelen asaltarme en la sección de filosofía de Magers & Quinn, la librería independiente más conocida de Minneapolis, que contiene una sección llamada “Metafísica” repleta de libros de ocultismo. En la mesa de novedades, Žižek y Heidegger conviven con libros sobre necromancia y tarot.
Y luego está, claro, en este hogar caótico de substack, el feliz batiburrillo de temáticas que uno se encuentra en la lista de las newsletters más populares que se autoclasifican como “filosofía” en castellano: consejos de negocios y “emprendimiento” (o la autoayuda del dinero), “estoicismo” de gimnasio, “desarrollo personal”, gurús del autobombo, vendedores y buhoneros de todo tipo de consejos y fórmulas infalibles para hacer crecer el pelo, la cartera, las subscripciones o la autoestima.
Esta es la compañía en la que me encuentro, y la compañía de uno es algo que merece la pena observar con atención, porque suele decirnos mucho sobre dónde estamos y sobre quiénes somos. ¿No hay, después de todo, algo afín entre este tipo de tendencias y la filosofía, digamos, “seria”? ¿No peca incluso la filosofía más abstracta de falta de rigor, y no promete hasta la más nihilista algún tipo de salvación –aunque solo sea la de estar a salvo de la esperanza y el autoengaño? ¿No se derivan de hecho la jerga y las dificultades de muchos filósofos, o las constantes citas y notas a pie de página de la literatura académica, de un esfuerzo revelador por distanciarse de aquello de lo que temen estar más próximos –de la mera opinión, de la insubstancialidad, de la irrelevancia?
Hace unas semanas me encontré un vídeo de YouTube en el que Žižek hablaba de física cuántica con la divulgadora científica Sabine Hossenfelder y el premio Nobel Roger Penrose en un debate del Hay Festival, y comencé a verlo con algo de inquietud. A Penrose lo conocía solo por sus diagramas, pero a Sabine la sigo desde hace años y sé la poca paciencia que tiene para las personas que hablan de física sin saber de matemáticas, o de las que extrapolan consecuencias filosóficas de lo que han logrado atisbar en los libros de divulgación. ¿Iba Žižek, con su verborrea incontinente, a ponerse en ridículo frente a ella (y a arrastrar en su vergüenza junto a él a la comunidad toda de los “filósofos”)? Por supuesto que sí. No habría sido Žižek de otro modo.
Comenzó el panel con la pregunta de si la física cuántica implicaba que la naturaleza última de la realidad era incognoscible. Sabine respondió que estaba un poco harta del uso de la palabra “extrañeza” (weird) en este ámbito y que en su opinión carecía de sentido continuar planteando el problema en “palabras”: si realmente había un “problema”, este debería emerger de las matemáticas, no de sensaciones subjetivas expresadas en un lenguaje natural.
Claro que este es un terreno en el que la filosofía, lo quiera o no Sabine, sí puede tener algo que decir: ¿qué significa después de todo que algo sea cognoscible? ¿Y por qué, más allá de que quizás no signifique nada para los modelos físicos, nos resulta extraño el mundo cuántico, no solo a los legos, sino a los físicos mismos (las objeciones de Einstein son bien conocidas, pero incluso el famoso gato de Schrödinger emerge originalmente de un intento de reducir al absurdo el concepto del colapso de la función de onda)? ¿Qué es y de dónde emerge esa sensación de “extrañeza”? Una respuesta es posible y necesaria, aunque sea a nivel psicológico y social y no en los términos de la física.
Žižek, sin embargo, no planteó ni trató de responder a estas preguntas, sino que se limitó a expresar, en su estilo enrevesado habitual y su inglés atroz, mencionando por supuesto a Stalin, cuánto le gustaba que la física cuántica fuera, de hecho, “extraña”, un mero posicionarse, una simple gesticulación ideológica, que no aportaba nada a la conversación (desde entonces, Žižek ha publicado un artículo abundando en este argumento inane). Sabine no se molestó en contestarle, y trató visiblemente de dirigirse en exclusiva a Penrose durante todo el debate.
Hay una diferencia enorme entre los libros de divulgación científica y los de filosofía: y es que los libros de divulgación, como describe Feynman en QED, hablan en metáforas, porque su lenguaje no-metafórico son las ecuaciones que describen el comportamiento de la materia (la ciencia “real” no tiene lugar generalmente en libros, sino en papers y journals), mientras que el lenguaje de la filosofía es el lenguaje natural (la filosofía “real” sí se da en los libros de filosofía). Yo he tenido la sensación en muchas ocasiones, leyendo a ciertos filósofos, de que aquello no podía ser todo, de que no podían hacer aseveraciones tan tajantes y al mismo tiempo haberse quedado a un nivel tan poco preciso de pensamiento: sin duda su pensamiento “real” debía de encontrarse en algún otro lado, en un libro más impenetrable aún, más voluminoso, oculto quizás o escrito en un lenguaje solo accesible para especialistas. Pero cuando trataba de seguirle la pista a ese otro pensamiento en el resto de sus libros, no encontraba una precisión mayor por ningún lado, solo referencias a otros volúmenes y a otros autores, promesas de una claridad por venir o ya pasada.
La filosofía es la madre pobre y eternamente preñada de todas la ciencias. Es, por su propia naturaleza, general e imprecisa, porque acoge bajo su techo todas las preguntas sin respuesta o sobre cuyas respuestas no hay modo aún de llegar a un consenso. Se parece a veces a Žižek con su estética de vagabundo, sus bromas obscenas y sus tics incontrolables.
Y es natural avergonzarse un poco de ella, como esos hijos adolescentes que en público pretenden no conocer a sus padres. Ahí está Sabine pretendiendo no tener nada que ver con Žižek, aunque su propia afirmación sobre qué debería o no constituir un problema para la ciencia no es matemática, sino filosófica. Ahí están los académicos que no se atreven a realizar una sola afirmación sin citar a Benjamin o Althusser o Adorno, o los filósofos que se disfrazan de respetables profesores burgueses o, peor, de físicos o matemáticos. Y ahí, por supuesto, estoy yo, cuestionando el estoicismo de Matt, mirando a izquierda y derecha en Magers & Quinn como un niño en la sección de pornografía, o preguntándome si quienes se han subscrito a esta serie de artículos no me habrán tomado por otro vendedor de fórmulas crecepelo.
No creo que la vergüenza sea algo a evitar o condenar, porque sirve una función legítima y tiene siempre una causa razonable: la vergüenza es una señal de que nuestro comportamiento no está produciendo la identidad que buscábamos. Da igual, por ejemplo, que aquel cocinero jefe no viera nada humillante en leer libros sobre “el control de la mente”, porque yo no quería ser el tipo de persona que los lee, independientemente de que esto causara su desprecio o sus elogios. No se trata de conseguir el beneplácito de los demás, sino el nuestro (Lacan, otro favorito de Žižek, decía que “toda carta llega siempre a su destinatario”, porque el destinatario real es quien la escribe), un beneplácito que solo nos otorgamos cuando damos la talla de los valores individuales, irrepetibles, que nos constituyen. Quizás no habría física cuántica si alguien no se hubiera avergonzado alguna vez de la filosofía, sin Žižeks de los que las Sabines de este mundo necesitaran distanciarse.
Notas y erudiciones prescindibles (Name dropping)
Los mecanismos del valor se encontraban claramente representados en el escenario del debate: tanto por su nacionalidad (alemana) como por su inglés (claro y correcto aunque con un acento muy fuerte, casi paródico) y su reputación (es una comunicadora bien conocida pero polémica por sus ataques a la física de partículas), Sabine se encontraba literal y figurativamente entre Penrose (un británico con acento de colegio privado y un Nobel en física) y Žižek (un esloveno de inglés entrecortado y enrevesado que raramente termina sus frases, más conocido en el mundo por sus memes y su aspecto de sin-techo que por sus teorías). ¡Por supuesto que Sabine trataba de aproximarse a Penrose y de alejarse de Žižek como de una compañía vergonzosa! Penrose, sin embargo, seguro en la autoridad de sus galardones, su género, su edad, su nacionalidad y su genealogía, podía permitirse una generosidad mayor, tratándolos a ambos con una equidistancia amable.
Hay una contradicción inescapable en los textos académicos de izquierdas que dejan caer un nombre o utilizan un concepto sin darle más explicación, asumiendo que el lector debe conocer al autor o las ideas citadas. Porque este “asumir” hace referencia por necesidad a un canon común, algo que resulta natural en los académicos conservadores que creen que hay una lista evidente de lecturas imprescindibles, pero que encaja mal con una actitud crítica con la historia de las ideas. La razón real de todas estas citas, por supuesto, es enviar ciertos significantes al lector que sitúen al autor en el lugar en el que desea estar. A un nivel superficial, entre el resto de académicos, entre las personas que han hecho la tarea y realizado las lecturas adecuadas antes de atreverse a escribir nada. A un nivel más detallado, entre los aliados de los autores citados: por ejemplo, con Adorno o Althusser (marxistas) en lugar de con Heidegger (nazi). En este segundo nivel, el académico se define igual por aquellos a quienes nombra y por aquellos a quienes omite. Nada de lo cual sirve, por supuesto, para esclarecer su pensamiento.
Como habrá observado quizás algún lector perspicaz, yo utilizo estas notas que he bautizado irónicamente como Name dropping para mantener el cuerpo del artículo accesible, pero enviarme a mí mismo la carta lacaniana de que sí, yo también he hecho la tarea en alguna medida, y de paso tranquilizar así a algún lector hipotético que se haya aproximado a estos textos con los mismos temores que alejan a Sabine de Žižek: que esto no sea “serio”, que su lectura implique una proximidad a la autoayuda o a la hipnosis. La “falta de seriedad”, puesto que se significa en primer lugar por proximidades, resulta enormemente contagiosa.
Eduardo, admito que se me dificultó un poco la lectura, no sin antes reconocer lo interesante de tus publicaciones.
Para constatar si he entendido algo, me centraré en darte una interpretación propia sobre lo que para ti es la vergüenza en el contexto de este artículo: la vergüenza es señal de que aquello que nos constituye aún no lo hemos hecho propio. En otras palabras, es búsqueda de una autenticidad aún no lograda.
Perdona si mi comentario es lejano de lo que quisiste decir, pero creo que me he acostumbrado a interactuar con la IA que no me juzga, ni se burla o menosprecia, lo que ha permitido liberarme un poco de mi carga vergonzante.
Hola Eduardo! Disfruté mucho tu texto, como todos los que vengo leyendo. Pero, en este caso, eso pasa a segundo plano, porque más importante me parece la identificación que siento con las ideas que expones. Soy titulado en filosofía y editor, y estamos trabajando ahora mismo en un libro que critica las mismas cosas que aquí mencionas: el "citacionismo" absurdo de las publicaciones filosóficas; el oscurantismo deliberado de muchas obras canónicas; la desconexión total de la filosofía respecto a la ciencia, aún cuando la primera quiere arrogarse el derecho a enseñarle algo a la segunda... En fin. Temas todos que me parecen muy relevantes. Gracias por tus letras.